El hombre del pelo plateado

Lo que voy a contar es largo pero verídico y ocurrió durante un festival literario. Tras una de las jornadas hubo una cena populosa y relajada y a mí me tocó sentarme en una mesa situada fuera del comedor principal. La culpa la tuvieron mi tendencia a demorarme tomando vinos en la barra mientras los demás buscan sitios privilegiados y, sobre todo, el deseo de compartir charla con algunos de los amigos y amigas que se habían sentado allí, en la mesa de los niños, tal y como acabamos bautizándola. Una vez sentado, descubrí, frente a mí, a un comensal desconocido: un hombre de cabellos plateados impecablemente peinados, vestido de sport, de distinción y de campechanía. Podría haber sido el padre de cualquiera de mis amigos, pero no lo era. En cuanto a su nombre, nadie lo sabía. Alguno de nosotros llegó a averiguarlo en días posteriores para volver a olvidarlo casi de inmediato.

Fotograma de “El almuerzo desnudo”, de David Cronenberg

En la mesa se charlaba y se bromeaba animadamente cuando, justo antes del plato principal, el hombre de pelo plateado aprovechó un silencio para suspirar con gesto atribulado y declarar que tenía un problema y pedir nuestra opinión, porque, según él, nosotros, «gente de cultura» podríamos ilustrarlo. Inmediatamente, guardamos silencio y escuchamos su historia: él firmaba desde hacía años una columna para un periódico local que, como todos sabíamos, vivía en estos días un conflicto laboral que se había hecho notorio. Para resumir brutalmente la cuestión, se podría decir que la plantilla de periodistas llevaba un tiempo sin cobrar sus nóminas y se había declarado en huelga para defender sus derechos. El presunto problema del hombre del cabello plateado era que una representante de los trabajadores (a quienes él llamó «una chica que trabaja allí») se había puesto en contacto con él por correo electrónico para solicitarle que esa semana apoyara sus movilizaciones. No se le pedía que formara parte de un piquete. Solo que, por una vez, dejase de enviar su columna dominical. Sospeché enseguida que otros columnistas habrían recibido exactamente el mismo email, pero el hombre del cabello plateado no aludió a esta circunstancia en ningún momento. Como nosotros parecíamos no entender dónde estaba el problema, el hombre del pelo plateado se apresuró a explicar que él no necesitaba publicar aquella columna, que él era cirujano y había sido senador (sí, confesó sin sonrojarse que había sido senador) y que con aquella columna cumplía un compromiso adquirido hacía mucho tiempo con los propietarios del periódico (con los que, por supuesto, mantenía una larga amistad). Y, de hecho, su corazón estaba con los trabajadores, pero estos lo habían puesto en un compromiso, porque él, además, pensaba dedicar la columna de esa semana a aquel festival en el que nosotros estábamos participando y le parecería una lástima no hablar de «toda aquella maravilla». Así pues, pedía consejo: ¿qué debía hacer? ¿Publicar su columna o no publicarla?

Mis compañeros de mesa guardaron unos segundos de prudente silencio. Pero yo, afamado imprudente, aproveché que pedía nuestra opinión y le dije que el dilema no era tal, que la decisión estaba clara, que debía apoyar a los trabajadores. Entonces él me preguntó por qué y yo no supe contestarle más que citando a Orwell, quien alguna vez escribió que no sentía especial simpatía por el típico obrero de izquierdas, pero que cuando ese obrero tenía enfrente a un policía, todo el mundo sabía de qué lado iba él a ponerse. Entonces, los otros comensales (entre los que había un editor, dos escritoras y una librera, pero también una periodista cultural y otro radiofónico), abundaron en el asunto del intrusismo profesional, le dijeron que comprendían que un columnista de opinión no tenía por qué ser periodista, pero que debía entender que, en cualquier caso, le hacía un favor al medio de comunicación ocupando un espacio, en muchas ocasiones (como en su caso) de forma gratuita y que, cuando los profesionales que trabajaban en ese medio, mejores o peores, pero con una formación específica para ello, veían vulnerados sus derechos, era de esperar que personas privilegiadas como él (que era cirujano, que era senador, que escribía en el periódico por amor al arte) los apoyaran, si no explícita, al menos sí implícitamente.

A una de las poetas, que se sentaba a su lado, se le ocurrió una idea: el hombre del cabello plateado podía escribir su columna, pero dedicarla a contar la huelga. Ese fue un momento interesante, porque él fingió que pensaba en esta solución durante unos segundos (y todos nos dimos cuenta de que fingía), para luego negar profusamente con la cabeza: aquello no podía ser, porque seguramente la dirección no se la publicaría. ¿Y qué?, dijo la poeta, así usted cumple su compromiso de enviar la columna y, al mismo tiempo, cumple su compromiso ético con los trabajadores. Si la dirección decide censurarla, es problema de la dirección, no suyo.

Pero el hombre del cabello plateado insistió: él quería escribir esa semana acerca de aquellas jornadas, nominar todo aquel ilustre talento reunido en su provincia, quería, en suma, hablar sobre nosotros. Esto lo dijo como si su desmedido elogio, su inclusión de nuestros nombres entre los escritores ilustres fuese a contentarnos. Como si nosotros nos tragáramos el cuento de que la presencia física de cuarenta escritores en un mismo lugar y momento es más importante que los apuros que pasan los trabajadores y trabajadoras para llegar a fin de mes.

A estas alturas ya había quedado más o menos claro que el hombre no nos había hecho partícipes de ninguna tribulación ni ningún dilema sino que su decisión estaba ya tomada de antemano y que en realidad lo único que había querido desde el principio era dejar claro que era columnista (y cirujano y exsenador) y, por tanto, menos intruso en aquella mesa de los niños, aunque para ello también hubiese puesto sobre el mantel el hecho de que era un esquirol. Y aquí, aunque no lo dije en voz alta, me hice a mí mismo una pregunta: ¿era el hombre del pelo plateado realmente un esquirol? A mí siempre me han inspirado mucha compasión los esquiroles: se ven obligados a vender su dignidad por un plato de lentejas. Pero el hombre del pelo plateado no me inspiraba compasión alguna, porque traicionaba a unos trabajadores solo por satisfacer su vanidad.

En cualquier caso, igual que a los otros, a mitad del plato ya comenzaba a caerme realmente mal el individuo. Pero decidí hacer una prueba, darle una última oportunidad de demostrarme que no era lo que yo ya pensaba que era, que yo (como me ocurre con tanta frecuencia) me equivocaba. Así que lo encaré lo más cordialmente que pude, diciéndole que se me acababa de ocurrir una solución realmente buena: podía escribir su columna sobre el encuentro pero, en lugar de dedicarla a hacer una crónica (cosa que ya harían los periodistas profesionales que estaban sentados a la mesa) él podía hacer una columna más literaria, en la que contase la conversación que estábamos teniendo en ese momento, acerca del intrusismo profesional, la solidaridad, sus propias dudas. Añadí que podía suponer un ejercicio interesante. Prometió pensárselo, pero lo hizo poco. Al día siguiente abordó a una de mis compañeras diciéndole que había decidido escribir una columna sobre el encuentro. Al fin y al cabo, él no tenía nada que ver con esos líos de los comités de empresa.

Y así fue. Ese domingo, gracias al periódico en cuestión (que sigue estando en conflicto), conocí el nombre y apellidos del cirujano–exsenador–columnista (que ahora he vuelto a olvidar nuevamente), porque mi amiga poeta me envió su columna dominical, en la que hablaba del festival y de nosotros, obviando nuestra discusión en aquella cena pero repartiéndonos elogios como si estos pudieran sobornarnos.

Cada vez escribo menos columnas. Porque estoy dedicado a otras cosas o porque, simplemente, prefiero dejar ese espacio a personas que dicen cosas más interesantes y atinadas que las que podría decir yo. Pero me ha dado mucha pena que el hombre del pelo plateado perdiese su oportunidad de ser un hombre un poco más justo, un hombre mejor que un simple columnista–cirujano–exsenador. Así que he decidido escribir un texto sobre esa conversación, el texto que pudo haber escrito él pero decidió no escribir. En principio, había pensado difundirlo en alguno de los medios con los que colaboro ya solo muy de vez en cuando, pero, tras mucho pensarlo (cuando me planteo un dilema, yo me lo planteo de verdad y no para llamar la atención) pensé que lo más adecuado sería publicarla en este blog. Es minoritario y últimamente lo tengo muy abandonado, pero me parece el lugar adecuado para publicar esos textos que uno escribe por amor al arte, porque piensa que son necesarios o, simplemente, por vanidad. Y sin hacer daño a nadie que no se lo merezca.


Alexis Ravelo

Artículo tomado del blog del autor: Ceremonias

  • Alexis Ravelo

    Las Palmas de Gran Canaria, 1971. Cursó estudios de Filosofía Pura y asistió a talleres creativos impartidos por Mario Merlino, Augusto Monterroso y Alfredo Bryce Echenique. Dramaturgo, autor de tres libros de relatos y de varios libros infantiles y juveniles, ha logrado hacerse un hueco en el panorama narrativo actual con sus novelas negras, que han merecido diversos reconocimientos, entre ellos el prestigioso Premio Hammett a la mejor novela negra por La estrategia del pequinés.

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