nacionalismo, nacionalismos, Cataluña, España

Niña con pistola

La niña dibujó a un señor con pistola. El señor era su padre y con aquel arma iba a matar a su madre. Eso fue lo que explicó la niña. La ley permite y obliga a los tres a que se encuentren en el mismo espacio. El dibujo no es ninguna prueba de nada. Los niños a veces dibujan casas en las montañas, árboles frutales y un perro o un gato. A menudo no se trata de hechos reales.

Eso me cuenta Marina —así que es un caso real— mientras compartimos en la terraza qué leer y qué escribir. Le digo que hay que contar esa historia. Ella responde que no podemos nombrar a nadie, los podríamos poner en peligro. Así está la cosa.

He dejado pasar unos días desde la vuelta de Cataluña para volver a escribir. No es que estuviera traumatizado. Simplemente no tenía nada más que contar.

Ahora recuerdo algunas cosas. Mientras Marina me advertía por teléfono de que debía tener cuidado, que la cosa se estaba enrareciendo, yo estaba sentado en el bordillo de una acera de carrer Sant Agustí comiendo un bocadillo. Estaba rodeado de familias enteras: padres, abuelos, niños y complementos, envueltos en esteladas y charlando de sus cosas: dónde comprar algo de comer y agua; sobre cómo conseguir, según ellos, algo más de libertad. Eso fue el día 3 de octubre, en plena huelga general. Cuando los manifestantes se dispersaron, el 155 aún estaba allí.

Quería escribir sobre eso, sobre lo extraño y tan familiar que era todo. Luego va Marina y me cuenta lo de la niña. Y de nuevo el mundo tiene sentido, un orden dentro del caos. Absurdo todo, pero es el que tenemos para ir tirando. Es muy simple: mi padre va a matar a mi madre con una pistola. Luego están las banderas. La historia de siempre. Todo encaja.

La sensación más nítida de aquellos días de ciclotimia social en Barcelona es la de haber estado en todo momento rodeado de palabras. Aunque fueron las imágenes las protagonistas y encargadas de definir el estado de las cosas, lo cierto es que las cosas las cuenta la gente tal como les va a cada uno. Para ello se expresan tirando de vocabulario. Y en Cataluña se expresan bien, así en general. El taxista, el camarero, el chico a quien preguntas por la calle, el mosso, el vendedor de flores de Las Ramblas. Todos tienen razones simples, claras, comprensibles y contundentes. A todos los espera alguien para cenar, eso los une. En resumen, es lo más importante: tener a alguien con quien cenar. Luego están las banderas.

También hay iconos, símbolos, clichés y discursos que definen el objetivo y el fin, casi nunca el camino. Más palabras: país nuevo, república, derechos civiles, armonía social, futuro. O más palabras: el mismo país, todos juntos, la constitución, qué bien va la economía, el respeto a las leyes, mi bandera une y la tuya es solo tuya. Lo normal en un país pluricomunicativo.

Eso en un primer nivel básico y necesario, en el que se desenvuelven muy bien la propaganda y la demagogia. El lugar común es confortable si es el del guiño al nacionalismo bueno, el de las víctimas del nacionalismo malo. Nadie duda de que haya cierta verdad en ese discurso, pero el problema es precisamente eso: las medias verdades. Una lectura curiosa del relato no soportaría un análisis mínimo: todo medio falso y medio verdad. Pero ambas posiciones reconfortan tanto.

Y luego está el otro nivel, el de la información necesaria, los artículos escritos como Moisés redactó los diez mandamientos —cuánto habrán estudiado algunos para poder contarnos la verdad—. Es un acto que hay que agradecer. Ah, me dicen que Moisés no redactó nada, sino que recibió el mensaje y el encargo de difundirlo directamente de Dios. Una especie de primer corta y pega de la historia. Bueno, pues eso.

Luego está el nivel superior, el de la vida cotidiana: hay que levantar a los niños, tomar café y pan con mantequilla, o lo que toque; leer la prensa; llegar a la guagua; contar varias veces los días y contabilizar las facturas; buscar trabajo; atender al Facebook para conseguir que alguien difunda tus palabras: quid pro quo, toma y daca, economía colaborativa. En fin, esas y otras cosas que conforman el entramado que nos hace humanos y sociables, ciudadanos y contribuyentes al mal y el bien común.

En todos esos actos puede haber una bandera presente, una imagen icónica, una frase sintetizadora de sentimientos y agravios compartidos. Todos esos elementos se supone que están ahí porque ayudan a vivir mejor, es un misterio.

Alguien me contó que se puso a intentar comprender lo que no se explica; aceptar las dudas inevitables, la curiosidad; a formar un criterio independiente; afrontar la condición de hombre o mujer —no recuerdo— rebelde sin contarlo en voz alta o escribirlo en un post, sin más, sin banderas ni líderes mesiánicos, sin retórica vacía. Luego me explicó que fue un entretenimiento que solo se pudo costear porque tenía aún algunos ahorros. Se lo digo a Marina y se ríe. También nos podemos permitir sonreír. A pesar de la fuga de empresas de Cataluña, sonreímos como inconscientes ante el drama. Me pregunto si, al igual que ha bajado la cotización de algunas de ellas en el IBEX35, también bajarán los precios de los libros escolares como daño colateral. Ahora recuerdo que esos libros se imprimen mayoritariamente en Madrid. En Barcelona es la literatura de ficción, el ensayo. Luego me recuerda a la niña. No son formas de aguar la fiesta, pero es lo que hay.

Y luego están las pausas. A veces en ellas unos se manifiestan envueltos en banderas y mensajes reivindicativos: no son más que trozos de tela y cartón, pero por unas horas definen tan bien los sentimientos y razones de tanta gente que se confunden con esencia cuando solo son formas. Eso está bien, porque es bonito ver una avenida tan colorida y con gente entusiasmada por algo ilusionante. De ahí toman recortes los analistas y los visionarios. La apuesta futurista que lanzan es siempre útil para imaginar posibilidades: pasará esto o pasará lo otro, será Cuba o será los Balcanes, será Finlandia o será Rumanía.

Y así pasan los días hablando de nacionalidades varias y derechos varios. Un viejo grita algo sobre la lucha de clases —fue en la Plaza Sant Jaume—, y lo miran todos extrañados. Ahora las revoluciones se hacen sin Marx —que ya tuvo sus minutos de gloria en la historia—, se construyen con palabras: patria, pueblo, libertad y demás; y con un buen rollo y educación exquisitos. La no violencia es importante, tanto como el marketing, el diseño y la construcción de una narrativa de la épica de los hechos. Podría parecer ridículo y patético, una vergüenza para la inteligencia, pero hay gente que llora y eso ennoblece casi cualquier relato.

El nacionalismo es muy útil en estos días. La religión ya había hecho de las suyas durante suficiente tiempo. Ya es hora de que triunfe la razón. Ahora nos envían decálogos del buen patriota en vez de catecismos; banderas en vez de imágenes de santos; eslóganes en vez de rezos; las canciones son las mismas: rima fácil, palabras bellas; la lucha entre el bien y el mal también es la de siempre: la libertad de los oprimidos versus la opresión de la Metrópoli —es el tirano con el nombre más bonito—. Cuánto dinero y tiempo cuesta ser patriota. Aunque los bazares chinos han ayudado mucho a que esté al alcance de todos los bolsillos.

Ante la visión de una bandera monárquica, una estelada o las sietes estrellas verdes ondeando al viento no puedo sentir lo más mínimo, solo veo trocitos de tela que simbolizan algo importante en la medida que quienes las empuñan o quienes las siguen construyan o se crean una historia u otra, sientan de una forma u otra. Todo respetable, incluso envidiable. En el fondo me da pena esta falta de empatía.

Quizás una bandera ayude a conformar una ciudadanía, quién sabe. Pero —que Dios o la Metrópoli me perdonen si me equivoco—, me da que cambiar de bandera no significa cambiar las cosas, sino pasar a ser súbditos de otra cosa. La libertad cuesta, aunque también en esto ayuda bastante tener bazares chinos.

Luego está la niña y su dibujo, un padre, una madre y una pistola.

Y luego está el fuego, y la prisión.

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