El miliciano muerto: la fotografía símbolo de la Guerra Civil

La fotografía lleva por título El miliciano muerto, aunque también es conocida como Miliciano abatido o El miliciano que cae. Está fechada el 5 de septiembre de 1936 y situada en el pueblo cordobés de Cerro Muriano. Fue publicada en la revista francesa Vu el 23 de septiembre de ese mismo año y es considerada como la fotografía bélica más impactante de todos los tiempos, además de la más simbólica, difundida, estudiada y discutida de la Guerra Civil española. Fue tomada por Endré Enrö Friedman, un fotógrafo de guerra de 22 años, más conocido como Robert Capa.

La imagen suscitó las dudas sobre su autenticidad desde pocos días después de su publicación y aún hoy en día sigue siendo cuestionada. ¿Por qué? Pues porque cuando se mostró por primera vez en la revista francesa estaba acompañada por otra fotografía, tomada en el mismo lugar, con el mismo encuadre y casi en el mismo momento (por la posición de las nubes) de otro miliciano que caía también abatido, lo que dio que pensar a muchos que podría tratarse de un montaje.

A pesar de que el negativo original no ha aparecido nunca, parece evidente que la fotografía fue tomada con una Leica III G, pequeña y ligera, de negativo de 35mm, que proporciona un encuadre apaisado de la imagen. El problema para el fotógrafo era que para pasar al siguiente negativo había que apartar la cámara del ojo, hacer girar la ruedecita del pase de película, encuadrar de nuevo y volver a disparar. Lo que hacía que se perdieran unos segundos entre toma y toma. Si el fotógrafo fue capaz de captar no uno sino dos milicianos abatidos en el mismo instante de su muerte, sería una gran casualidad, aunque no imposible.

El contexto y las (casi) certezas

Se sabe que aquella misma mañana del 5 de septiembre, un convoy de al menos tres vehículos con periodistas había llegado a Cerro Muriano, a pocos kilómetros de Córdoba. Entre los periodistas estaban Robert Capa y Gerda Taro. Ambos eran fotógrafos, compartían las cámaras: la Leica y una Rolleiflex de negativo de 6×6, además de formar pareja sentimental, y fueron enviados a cubrir el conflicto por la revista Vu.

Hacía apenas un mes y medio que se había producido la sublevación. El frente estaba a pocos kilómetros de donde se encontraban los periodistas, que fueron llevados hasta allí por el servicio de prensa de la República para que cubrieran la resistencia del ejército republicano y las milicias al avance del general Varela, acuartelado en Córdoba. Entre los milicianos que habían llegado a Cerro Muriano como refuerzo había un grupo de anarquistas de Alcoy, Alicante, que pocos días antes había asaltado un cuartel de infantería, haciéndose con armas y pertrechos y que, aunque no disponían ni de la instrucción ni la disciplina de un ejército regular, tenían la moral muy alta y estaban decididos a defender a la República. Entre esos milicianos había dos adolescentes: Evaristo Borrell y Mario Brotons, y un hombre que sería protagonista de la famosa instantánea: Federico Borrell, hermano del primero.

Aquel día las tropas nacionales, compuestas por una columna de regulares marroquíes al mando del coronel Buruaga, avanzaron hacia las posiciones republicanas y por la tarde se produjeron los combates más violentos. Los nacionales reconocieron 10 bajas y, según la prensa cordobesa, los caídos republicanos fueron 120 (parece que más de la mitad, fusilados al caer prisioneros). De todos ellos, solo se llegó a saber los nombres de Federico Borrell y del teniente Germán Muñoz Giner.

 Los protagonistas (1)

Robert Capa era el seudónimo de Endre Ernö Friedman, nacido en Budapest el 22 de octubre de 1913, en una familia acomodada de intelectuales húngaros. Se dedicó a la fotografía desde muy joven gracias al apoyo y mecenazgo del escritor y pintor Lajos Kassák. Con apenas 17 años y debido a la situación política en su país, huye primero a Berlín y luego a París. Allí conoce a David Seymour, quien le consigue trabajo en la revista Regards, y se convierte en el fotógrafo de moda cuando consigue retratar a Leon Trosky en un discurso en Copenague. Poco tiempo después conocería a Gerda Taro, seudónimo de Gerta Pohorylle. A ella se le ocurrió inventar el seudónimo de Robert Capa, nombre bajo el que ambos firmarían sus primeras fotografías con la intención de multiplicar el valor económico de sus obras. Eso hace que sea muy difícil saber a quién de los dos pertenece la autoría de muchas de las fotografías que hicieron, habiendo estado tantas veces juntos en los mismos lugares y compartiendo sus dos cámaras fotográficas. Gerda murió en la guerra civil española atropellada por un tanque en 1937 y Capa, además de conservar el nombre, se convertiría en el fotógrafo más famoso de la historia por fotografías como las que tomó en el desembarco de Normandía en 1944. Murió al pisar una mina en Vietnam mientras cubría la primera guerra de Indochina en 1954.

Los protagonistas (2)

El miliciano muerto fue identificado muchos años más tarde, en 1995, como Federico Borrell García, conocido como “Taino”, nacido en Billanoba, Alicante, el 3 de enero de 1912. Fue un dirigente anarquista, miembro de la CNT de la localidad de Alcoy, a donde había llegado con su familia tras la muerte de su padre cuando él tenía seis años. Algunos historiadores, tras entrevistar a personas que llegaron a conocerlo, lo describieron como un personaje presumido, algo alocado y al que le gustaba ser protagonista y figurar. En las fotografías previas a su muerte tomadas aquel 5 de septiembre, se coloca delante de sus compañeros, sonriendo a la cámara. Esa acitutud hizo deducir a algunos  investigadores que Federico estaba dispuesto a prestarse a escenificar acciones de guerra para que el fotógrafo obtuviera algunas buenas fotografías.

A Federico lo acompañaba su hermano Evaristo, que debía de estar con él aquel día de su muerte. Junto a ellos estaba otro miliciano vecino de Alcoy, Mario Brotons, que al terminar la guerra se convertiría en historiador y que daría la noticia, en 1995, de que Federico Borrell era el protagonista de aquella imagen. Parece ser que, pasados 60 años del acontecimiento, a Brotons se le ocurrió ir a la casa de la familia de Federico con la famosa fotografía y las demás tomas que Capa había hecho aquel día. Se las enseñó a la familia y Federico fue reconocido por su cuñada. Entonces se dio por sentando que, por fin, se había identificado al miliciano muerto. Esta identificación supuso para los herederos de Robert Capa: Cornell Capa y Michael Whelan, hermano y biógrafo, respectivamente, la prueba definitiva de que la fotografía era auténtica.

Las dudas

A las dudas ya planteadas a los pocos días de la publicación de la fotografía se sumo en 1975 lo que desvelaba el periodista sudafricano Phillip Knightley en su libro The First Casualty, en el que recopilaba los relatos de varias personas que habían coincidido con Capa en España. Uno de ellos, O’Dowd Gallagherque, periodista del London Daily Express, cuenta que Capa le había confesado que la foto fue un montaje, una sesión organizada cuando aún no había combate para que tomara sus fotos. Pero aún así, cabía la posibilidad de que en aquella puesta en escena, el miliciano se hubiera visto sorprendido por un disparo enemigo y hubiera muerto de verdad. Gallagherque no lo aclara.

Y así parece que pudo ocurrir, según contaba la fotógrafa y amiga de Capa, Hansel Mieth, que en una carta remitida a Whelan en 1982 contaba así una conversación con el Robert Capa:

—¿Les dijiste que simularan un ataque?—. Preguntó Mieth a Capa.

—¡Demonios, no! Estábamos todos contentos. Un poco locos, quizás.

—¿Y después?

—Después, de improviso, la cosa se puso seria. Yo no escuché los disparos, al menos los primeros.

—¿Dónde estabas?

—Fuera, en posición un poco avanzada respecto a ellos.

Según Mieth, Capa le reconoció que se sentía culpable por la muerte de aquel hombre y que el recuerdo de aquel día lo torturaba aún.

Los dos únicos testigos que podrían haber aclarado lo que pasó en realidad eran Gerda Taro, que había muerto en 1937, y Ted Allan, periodista de L’Humanite, que estaba con ellos y que no recordaba de ese día más que a Capa haciendo fotos sin parar, como siempre.

Desde aquel instante, numerosos investigadores, periodistas, escritores y cineastas se interesaron por descubrir la verdad, pero se encontraron con la oposición de Cornell Capa y Michael Whelan, para quiénes la autenticidad de la fotografía estaba fuera de toda duda, fuera lo que fuese lo que hubiera pasado aquel día.

Poder inspeccionar los negativos originales hubiera sido de gran ayuda, pero la versión oficial fue siempre que no se conservaron, algo nada extraño en aquellos días. Aún así, con la serie de 5 fotografías publicadas se pudo establecer una serie de dudas razonables.

Muchos se preguntaban cómo fue posible que el fotógrafo se colocara entre el fuego cruzado de los dos bandos para captar aquella toma. Aunque si era verdad lo que contaba Mieth, que se vio sorprendido por los disparos, podría haber sido así. Por otro lado, era conocido que el hombre que había sido capaz de desembarcar en la playa Normandía con las tropas de asalto años más tarde, estaba lo suficientemente loco como para colocarse entre las balas sin más miramientos.

A todo esto vino a sumarse la suposición que Alex Kershaw vertía en su libro biográfico sobre Robert Capa, Sangre y champán. La vida y la época de Robert Capa (2003), en el que afirma que, según algunos testimonios, la fotografía pudo haber sido tomada por Gerda Taro, o incluso por su amigo Seymour. Y es que una de las teorías más arriesgadas, y que pretende solucionar el enigma, afirma que el miliciano muerto es el propio Robert Capa y que, efectivamente, la fotografía la tomó su compañera, Gerda Taro.

Por otro lado, según la crónica oficial de aquel enfrentamiento, este se había producido sobre las cinco de la tarde del 5 de septiembre de 1936. Algunos investigadores pusieron en duda que la sombra que proyecta el miliciano al caer correspondiera a esa hora del día y, efectivamente, la conclusión es que la foto fue tomada con casi total seguridad sobre las 9 de la mañana, cuando aún no habían comenzado los disparos. También podría proyectarse una sombra similar por la tarde, pero el miliciano debería haber estado corriendo hacia el Norte, y el frente estaba al Sur. Así que la duda de que Federico Borrell hubiera muerto en aquella toma, al menos tal como se contaba, persistía.

El miliciano muerto, Córdoba, España, Septiembre, 1936. Fotografía propiedad International Center of Photography
El miliciano muerto, Córdoba, España, Septiembre, 1936.
Fotografía propiedad International Center of Photography

Michael Whelan tomó cartas en el asunto y le llevó la fotografía a Robert L. Franks, jefe de homicidios del departamento de policía de Memphis, para que la examinase y dictaminase si, según su experiencia, aquel hombre había muerto o no. El oficial dictaminó que el miliciano estaba parado cuando recibió el disparo. Se fijó en un detalle que pasaba casi desapercibido: la rigidez de la mano izquierda que se deja ver por debajo de su pierna. Para él, esa era la prueba definitiva de que estaba muerto, de lo contrario, la mano debería aparecer en posición de amortiguar la caída, con la palma abierta.

Curiosamente, ese fue uno de los elementos, entre otros muchos, que examinó Fernando Verdú, forense de la Universidad de Valencia, en el magnífico documental La sombra del Iceberg (2008), de Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbauer, y que llega a una conclusión totalmente opuesta: la muerte del miliciano no parecía natural. La revista Life había publicado la foto en 1937 con un texto que explicaba que el hombre había recibido un tiro en la cabeza, pero no hay ninguna señal de que fuera así, no hay rastro de sangre alguno y tampoco huellas del disparo en ningún otro lugar del cuerpo. También la caída es extraña, según verdú, puesto que para que sucediera de aquel modo, el impacto tendría que haber sido de una potencia muy superior a la que se le supone a un fusil y el disparo tendría que haberse producido a muy corta distancia. La mano izquierda mostraba, al contrario de lo que opinaba Franks, al estar contraída y rígida, no como la que porta el fusil (que, según expertos en armamento, no estaba preparado para disparar), que la musculatura no se había relajado, como tendría que haber sido, y ponía en evidencia que la muerte no era del “todo” natural.

En la fotografía de grupo de los milicianos aparece en primer término Federico Borrell y luego, de izquierda a derecha, un segundo miliciano sin identificar y que algunos sostienen que es el verdadero Borrell. Luego aparece el hombre con bigote que aparecía como el segundo miliciano muerto en la publicación de Vu en 1936, imagen que nunca más ha sido exhibida junto a la mítica fotografía.

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Cerro Muriano, Córdoba, 5 de Septiembre , 1936. El miliciano, Borrel, supuestamente posa a la izquierda. Fotografía propiedad del International Center of Photography

Lo más sorprendente llegó al comparar el rostro de Borrell, en esa fotografía de grupo y en la de su muerte, con el de otras fotografías suyas de antes de la guerra. No se parecían en nada. Las fotografías del Borrel civil mostraban a un hombre aparentemente tranquilo y serio, tal como afirmaban otros testigos que lo llegaron a conocer: una persona responsable y de ideales políticos muy definidos, que había llegado a dirigente local de la CNT y que, en definitiva, no se correspondía con la descripción de hombre alocado que se había hecho de él, y que difícilmente se habría prestado a aquella puesta en escena. Así parece deducirse de lo que proyecta la imagen del verdadero Borrell en las fotografías de apenas dos años antes del conflicto. La de un joven apacible y tranquilo de 24 años que en las imágenes tomadas por Capa aparecía con una expresión y rasgos totalmente diferentes, y que aparentaba tener 20 años más. Fernando Verdú, además de otros investigadores, realizó un minucioso estudio antropomórfico de las facciones de ambos rostros. Su conclusión, aun teniendo en cuenta el margen de error y prudencia de un estudio científico, fue demoledor: eran hombres diferentes.

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Federico y su novia, Marina

Finalmente, se descubrió en el archivo provincial de Alcoy la nota que Enrique Borrell Fenollar, que además de compartir apellido fue compañero de Borrell en el frente, había publicado en el periódico anarquista Ruta Confederal con motivo de su muerte en 1937, un año después de la toma de la fotografía. Aquella nota describía su muerte así: «Eran las cuatro de la tarde cuando murió el compañero Taino (…) Aún le veo parapetado detrás de un árbol, con la sonrisa en la boca, disparando con serenidad. (…) Aún después de muerto empuñaba con su mano rígida el fusil». Una descripción que nada tenía que ver con lo que mostraba la fotografía de Capa.

El hijo de Mario Brotons, que había identificado a Borrell, contó que su padre no pudo nunca tener la certeza de que fuera él, que solo se había guiado por su intuición. María Segura, esposa de Evaristo Borrell, contó a la prensa que su marido había muerto con la pena de no haber podido localizar ni enterrar a su hermano. No desmintió que fuera él quien aparece en la fotografía, pero tampoco lo confirmó nunca. Y su novia, Marina, que podía haber aportado luz al asunto, desapareció después de la guerra sin que nadie fuera capaz de localizarla.

La maleta mexicana

En 2008 se hicieron públicos los negativos que Capa había perdido en 1939 al huir de Francia hacia los Estados Unidos. Se trataba de 156 carretes fotográficos que pertencían a Gerda Taro, David Seymour y Robert Capa. Cerca de 4.500 fotografías que se habían encontrado en México en 1995 y que tras infinitas peripecias, llegaron a las manos del International Center of Photography, fundado y dirigido por Cornell Capa. Al examinarlas se encontraron varias imégenes de la Guerra Civil española, algunas de ellas tomadas aquel día 5 de septiembre, y que demostraban que la foto tampoco había sido tomada donde se dijo, sino en la localidad de Espejo, a unos 55 kilómetros de Cerro Muriano, tal como cuenta José Manuel Susperregui en su libro Sombras de la Fotografía (2009), y donde no había combates cuando Capa estuvo allí.  También aparecieron fotografías de otros milicianos muertos aquel día, uno de ellos parecía el mismo que había aparecido en otra imagen de la revista Vu en 1936. Los expertos dijeron que la posición de aquellos cadáveres tampoco parecía la más normal. Yacían de lado y, tal como recuerda el forense Fernado Verdú: «Uno muere boca abajo o boca arriba. ¿Qué hacían aquellos milicianos tendidos en el suelo?».

En 2013 The Guardian publicó la única entrevista radiofónica de Robert Capa, en la que cuenta cómo tomó la famosa fotografía  enlace

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Robert Capa /Phaidon

Transcripción:

Capa: Es una pregunta enrevesada, porque nunca sabes si tienes una fotografía de prensa o no. Cuando disparas, cada foto te parece igual a la otra. La fotografía de prensa nace en la imaginación de los editores y del público. Yo tuve una vez una fotografía que apreciaba más que las otras, y cuando la tomé no supe que sería especial. Sucedió en España, casi al comienzo de mi carrera como fotógrafo y muy al principio de la guerra civil, cuando la guerra tenía algo de romántico, si puedes verlo así.

Entrevistadora: No, no puedo.

Capa: Era en Andalucía y aquellas personas eran un poco ingenuas, no eran soldados y morían a cada minuto. Luchaban de forma entusiasta, con la idea de que lo hacían por la libertad. Y yo estaba allí, en la trinchera, con 20 milicianos. Y esos 20 milicianos tenían 20 viejos rifles, y en la colina de enfrente había una ametralladora de Franco.

Entonces, mis milicianos dispararon en dirección a la ametralladora durante 5 minutos y luego pararon, se levantaron y dijeron «Vámonos». Salieron de la trinchera en busca de la ametralladora. Por supuesto, la ametralladora disparó y se llevó por delante a muchos. Los que quedaban volvieron a disparar, aunque lo más inteligente parecía no hacerlo, y volvieron a gritar «Vámonos», y cayeron de nuevo.

Esto lo repitieron tres o cuatro veces, y entonces puse la cámara sobre mi cabeza, ni siquiera miré, y disparé cuando salían de la trinchera. Y eso fue todo. Ni siquiera vi lo que fotografié. Envié las fotos al periódico con otras muchas.

Permanecí en España cuatro meses y cuando regresé ya era famoso, porque la cámara que tuve sobre mi cabeza había captado el momento de la muerte de un hombre.

Entrevistador: Fue una gran fotografía.

Capa: Probablemente, la mejor fotografía que he hecho. Nunca vi la imagen en el visor, la cámara estaba muy alejada de mi cabeza.

Entrevistador: Por supuesto, hay una condición que usted ha desarrollado para poder hacer una foto como esa: ha estado mucho tiempo en las trincheras.

Capa: Sí, es un hábito que me gustaría perder.

Conclusiones (o no)

Así que lo único que podemos saber con certeza, 80 años después de la toma de la fotografía que se convirtió en símbolo de la guerra civil española, es que el hombre que muere en ella parece que no muere en ese momento, que el fotógrafo que la tomó puede que no fuera el que la firmó, que el combate puede no haber sucedido, que el lugar tampoco parece ser el que se dijo, y que el nombre que se le dio al hombre que moría tampoco parece ser cierto (y no parece que podamos averiguar quién era en realidad). Pero, ¿y si fue tal como nos lo han contado?

No sé si sabremos encontrar alguna moraleja en todo esto —el que escribe no ha sido capaz—. Pero como mínimo, es desconcertante que una sola fotografía, montaje o no, haya sido el origen, aún hoy en día, de tanta controversia, discusión y posicionamiento (a menudo, político) sobre un instante de 1/125 de segundo, el momento fatídico de un hombre, en una guerra que duró casi 3 años y produjo la muerte de medio millón de españoles y cientos de miles de desaparecidos.

Nota final: No hay una cifra oficial de víctimas del franquismo, tanto durante la guerra civil como durante la dictadura, razón por la que el Consejo de Europa ha llamado la atención al gobierno español para que aporte luz al asunto. Los historiadores hablan de unos 600.000 muertos y desaparecidos. La única cifra oficial la aportó, según el Consejo de Europa, el juez Baltasar Garzón, cuya investigación fue bloqueada: 114.226 personas desaparecidas, y no contemplan los más de 30.000 bebés robados durante el franquismo.

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  • Miguel Aleacim

    Fuerteventura, siglo XX. Me acostumbraron a escuchar historias antes de dormir y a juzgar lo menos posible a los demás, mi padre y mi madre, respectivamente. Eso me ha servido para sobrevivir todos estos años sin convertirme en totorota del todo y para buscar la belleza en las motos, la literatura, el mar, el cine y la fotografía. No exclusivamente, pero sí principalmente.

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