Yo, puta… pintora, escritora

Griselidis

Yo, puta… pintora, escritora

Grisélidis Réal

JE SUIS PUTAIN —

Et je vous glisse les mains comme un fruit de glace brûlante.
Oui, nous sommes des PUTES.
Et nos corpes sont vont insturments.
Le SEXE  est un organe magique, en communion avec la terre, et tourné a la fois vers
vie et la mort…
Dans votre civilisation de refoulés et d’aliénés, on en fait un maladie, un poison, un mal,
une obsession—

SOY PUTA—

Y les deslizo las manos como una fruta de hielo caliente.
Sí, somos las PUTAS.
Y nuestros cuerpos son sus instrumentos.
El SEXO es un órgano mágico, en comunión con la tierra, y orientado a la vez hacia la vida y la muerte.
En su civilización de reprimidos y alienados, lo convertimos en una enfermedad, un veneno, un mal, una obsesión.

Prostituirse es un acto revolucionario, Grisélidis Réal

Carnet de baile de una cortesana

Entre 1977 y 1995 Grisélidis Réal escribe un diario en una pequeña agenda de teléfonos. Cada entrada comienza con el nombre de sus clientes, una breve descripción física, las apetencias sexuales de cada uno de ellos, sus manías y ocurrencias. A veces hace algún breve comentario sobre aspectos curiosos de sus vidas. Otras veces les dedica solo un par de líneas, unos pocos adjetivos y verbos: características relevantes de su fisonomía, acciones llevadas a cabo por esos hombres, nada más. Todas cierran con el precio del encuentro.

André — Pequeño, seco, encanecido – encular, chupar, folla – duro de mollera (gafas). 100 francos.

Grisélidis parece apuñalar el cuaderno. La caligrafía es rotunda y firme y, a la vez, descalabrada y caótica, con tendencia al despiste, incluso gramatical, de inclinaciones y separaciones caprichosas entre palabras y caracteres.

Uno sabe que está leyendo el diario de una puta. Es el testimonio de una escritora que se prostituye. Es una descripción íntima de parte de su universo y del imaginario sexual masculino. Poesía y lujuria, esperpento, escatología, ternura y compasión, a veces grotesca, pero sincera. Todo narrado con la frialdad de un informe forense.

Hasta el momento de encontrarme con su Carnet de bal d’une courtisane había leído algunas novelas y visto otras tantas películas sobre putas, chulos, clientes y sus tejemanejes, sobre ese mundo extrañamente romántico y lumpen que atrae a tantos creadores, casi siempre desde el punto de vista de los hombres, ya saben: tan mentira todo en esas ocasiones en las que se narra lo acontecido entre cuerpos desnudos.

En el cine, las putas son buenas como Irma (Irma la dulce, de Billy Wilder); misteriosas y contradictorias como la burguesa Séverine (Belle de jour, de Luis Buñuel); inocentes, perdidas y manipuladas como Tome (La mujer insecto, de Shôhei Imamura); tan refinadas, ilustradas y reales como la escritora veneciana Verónica Franco (Dangerous Beauty, de Marshall Herskovitz);  y también vulgares, supuestamente divertidas, cursis y salvadas como Vivian (Pretty Woman, de Garry Marshall).

En la historia y la literatura los escritores hicieron que las prostitutas parieran algunas historias memorables. Fueran pornai o hetairas, todas servían a los hombres, a su relato mítico sobre el poder del falo. Aspasia dominaba a Pericles, pero las divagaciones sobre su historia las transmitió Plutarco. Petronio describió los lupanares romanos en el Satiricón: hombres de sexualidad variable en busca del poder de Priapo. María Magdalena es curada y salvada por el hombre más bueno de la historia en el relato más difundido del mundo, contado por varones santos. Cuando toparon con la Iglesia, las putas aparecieron como maléficos y deseables seres: en el Decamerón, de Bocaccio o en Los cuentos de Canterbury, de Chaucer. También fueron reivindicadas, con derecho a enamorase y todo, en algunas novelas del Romanticismo, como le concedió Dumas a Margarita en La dama de las camelias. El Realismo, siempre masculino, aunque tan bienintencionado como el de la Nana de Zola, las retrató como víctimas del sistema corrupto. Y el siglo XX las transformó en una mezcla de todo eso y más: seres complejos, capaces de libre albedrío, con pasiones propias y vidas paralelas, a veces ocultas a los ojos de los hombres: de Moravia a Vargas Llosa, o Bukowski. Visiones masculinas casi siempre, salvo alguna rara excepción, entre otras: Marguerite Yourcenar en alguno de sus relatos o Emma Goldam en sus trabajos en pos de la emancipación de la mujer, aunque ninguna de ellas ejerció la prostitución, que se sepa. Sí lo hizo el 10% de la población de Venecia en el siglo XVI, cortesanas contemporáneas de Verónica Franco, que publicaron más de 200 libros en ese período. Una anécdota en la historia oficial de la literatura.

La literatura de Grisélidis es diferente. Ella no se conforma con ser una anécdota, un personaje en busca de autor que cuente por ella sus miserias y sus alegrías. No quiere que la describan con esa condescendencia tan masculina que aparece cuando el escritor se ha aliviado. Su literatura es su vida, no escribió sobre otra cosa, así que ella es la protagonista y la autora. Eso le da el poder, como narradora y personaje principal, de contar, sin concesiones de ningún tipo, su vida como puta que escribe por necesidad, la de escritora que se prostituye primero por supervivencia y luego por propia voluntad.

Griselidis
Grisélidis Réal, años 50. (DP)

Grisélidis

Grisélidis recibe a los protagonistas de Carnet de bal d’une courtisane en su apartamento de Ginebra. No trabaja en la calle, ya no. En su libreta, además de describirlos, los clasifica por orden alfabético y por clases: casos psicológicos, casos especiales. A algunos les dedica un capítulo. Según contó ella misma, a todos los amó y los echó en falta cuando dejó de verlos.

Puede resultar extraño leer esas palabras suyas sobre los hombres, y quizá sea esa parte de la magia de sus textos. Y es que ella era rara. La llamaron de todo. Algunos decían que era  borderline, que estaba loca, que amaba llegar al límite de lo violento. Otros la calificaron como genio. Pero lo interesante es que a Grisélidis le importaba más bien poco lo que pensaran de ella: «Yo vivo. El resto, a la mierda», escribió en una ocasión.

Bernard (3) — Rubio niño bueno, 43 años, vive en casa de su suegro de 70 años que le hace la vida imposible – (fue él quien mató a mi pobre gatito) – chupar, folla, 100 Francos.

Ya de pequeña, decían de ella que era una niña extraña, que gustaba de contar historias macabras, manejarse entre las sombras de lo no aceptado. Lo cierto es que la literatura y el sexo marcaron su vida desde la infancia. Su madre tuvo que ver mucho en ello, quien eligió su nombre del cuento La Marquise de Salusses, de Charles Perrault, donde Grisélidis es la pastora protagonista, el prototipo de paciencia y virtud que se opone al sadismo del príncipe con el que terminará casándose. Sin duda, tal como se desarrolló su vida, escogió para su hija el nombre y la historia adecuada.

De su madre también recibió una estricta educación, dominante y celosa de la virtud de Grisélidis y de sus hermanas Corinne y Viviane. El control que hacía de las actividades fisiológicas de sus hijas se acercaba más al abuso sexual que al amor maternal. Su padre ya no estaba entonces, Grisélidis tenía nueve años cuando falleció. Había pasado su infancia en Grecia y en Egipto, donde él era director de la Escuela Suiza en Alejandría. Tras la muerte de su progenitor, la familia volvió a Suiza, donde ella había nacido en 1929, en Lausana.

A pesar de su rebeldía innata, Grisélidis intentó atenerse a las normas establecidas, llevar una vida normal: buena hija, buena chica, buena estudiante y demás. Quiere ser pintora y estudia Artes Decorativas en Zurich, donde se casa con solo 20 años. Tres años más tarde tiene su primer hijo. El matrimonio se rompe un año después del nacimiento y Grisélidis comienza su huida. Entre 1952 y 1959 acabará teniendo otros dos hijos de padres diferentes, y un tercero fruto del intento de reconciliación con su marido.

En aquella época, ser madre soltera era ser una maldita, más que las putas. Eras una criminal.

Y sigue huyendo. Ahora ya no es solo por rebeldía, sino por rabia y desesperación. Las autoridades le habían quitado sus hijos por una denuncia de los abuelos paternos, y Grisélidis decide raptar a dos de ellos del centro de acogida y huir a Alemania con ellos.

Como lo suyo era no ponérselo fácil ni a ella ni a nadie que la rodeara, termina con un soldado negro americano con problemas de esquizofrenia del que se enamora perdidamente. Ambos se instalan en el barrio bohemio de Munich e intentan sobrevivir como pueden, aunque él termina abandonándola para regresar a su país. De aquella época recordaba, siempre agradecida, cómo la acogieron —a ella y a sus hijos— los gitanos que vivían en caravanas cerca de los restos de los campos de exterminio nazis. Ella quería vivir así, ser gitana, griega, egipcia, tomar de aquí y de allá todo lo que la ayudará a ser libre. No temía a las dificultades, quizá porque nunca las esperaba, simplemente iba viviendo. Una de sus hermanas le reprocharía años más tarde que podía haberse dedicado a la pintura, que le sobraba talento, pero ella nunca lo consideró así, estaba convencida de que su vocación por ese arte no le daría de comer. Durante años había desempañado los más diversos empleos para mantenerse, siempre precarios, pero ahora, además, tenía dos niños a los que cuidar y alimentar. Y la prostitución apareció en su vida como una posibilidad para sobrevivir.

Lejos de ser un placer, es una tortura… cada mañana, cuando me levanto, me parece que una manada de puercos me pasó por encima.

Griselidis
Cuadro de Grisélidis Réal. Fuente: Fondos de los Archivos Literarios Suizos.

Suis-je encore vivante?

¿Sigo viva? Se pregunta Grisélidis en la cárcel. Ha acabado allí con 34 años por vender marihuana a unos soldados americanos. En su celda escribe un diario con ese título. Manuscrito que descubrirán sus hijos muchos años más tarde entre los cientos de documentos que acumuló en su pequeño apartamento. En prisión leía y escribía para evadirse. Devora las obras de escritores que hacían frente al puritanismo de la sociedad conservadora y calvinista: Henry Miller, Jean Genet, Mohammed Choukri, Tahar Ben Jehkoum, Juan Goytisolo, Kafka, Maupasant. Escribe para seguir viva, para escapar de las rejas de la cárcel y del mundo, por venganza y para curarse.

Escribo para hacerme bien y no asfixiarme, porque en la vida no se puede aullar, morder ni matar para vengarse de ciertas cosas.

Y sigue viva siete meses después, cuando es liberada. Vuelve a Suiza y se instala en el barrio de Pâquis, en Ginebra, que ya no abandonará hasta su muerte. Sus hijos van y vienen de sus brazos a los de los servicios sociales. Grisélidis quiere ser madre y también ser libre. Siempre contradictoria, busca cómo hacerlo compatible. Vuelve a ejercer la prostitución sin hacer distingos entre sus clientes, lo mismo atiende a obreros e inmigrantes que a señores de la alta burguesía.

Así pasó los siguientes seis años, hasta que en 1969 abandona la prostitución para escribir su primera novela: Le noir est une couleur (El negro es un color, 1974). Puede hacerlo porque le han concedido una beca para relatar su vida en Alemania en 1962, cuando huye con dos de sus hijos y conoce al soldado Rodwell, compañero de fuga y de descubrimientos: Música, drogas, sexo, la vida bohemia y el comienzo en la prostitución.

Podría haber sido el inicio de algo diferente, pero no fue así. Grisélidis conoce a su siguiente gran amante: un preso tunecino llamado Hassine. Se cartean mientras él está en prisión. Ella le declara su amor sin haberlo visto nunca. A saber por qué. Quizás fuera por el recuerdo de la soledad de su propia estancia entre rejas. Puede que simplemente ella fuera así: apasionada por vivir en los límites. Resultó que el hombre no era exactamente virtuoso, y la relación que mantuvieron fue violenta y destructiva. Grisélidis tuvo que disfrazar, una vez más, sus heridas, físicas y emocionales, nada en lo que ya no tuviera práctica.

Prostituirse es un acto revolucionario

Ese es el título de uno de los textos que escribió, publicado en Carnet. Algo ha cambiado en ella cuando en 1977 decide volver a ejercer la prostitución. Si años antes significó una tortura, ahora lo convertía en un acto político, de reconocimiento del rol de las prostitutas en el bienestar de la sociedad, y de reivindicación de sus derechos. Ahora se trataba de un acto voluntario. En el magnífico documental Muerte de una puta, de Harmonia Carmona, tres de sus hijos conversan sobre su madre relajadamente ante unos vasitos de vino. Uno de ellos pregunta si no sería que ella quería maquillar aquel mundo, que no era precisamente bonito, a modo de justificación. Su hijo mayor, Igor, responde: «Yo también pensé que lo hacía para contarse a ella misma que no había fracasado, pero he cambiado de opinión. Ese fue el combate de toda su vida: cambiar la mirada de la gente sobre el mundo de la prostitución, sobre lo que viven las personas que la ejercen».

Esa lucha había comenzado en su juventud, pero se materializó y se hizo pública en 1975. En ese año, un grupo de prostitutas francesas se encierra en la iglesia de Saint-Michel de Lyon para exigir sus derechos. Las manifestaciones se extendieron por toda Francia y terminarían en París. Grisélidis ya había ejercido la prostitución y había escrito sobre ello, así que no le costó convertirse en lideresa de aquel movimiento. Se empeñó en que en su carnet de identidad y en el de sus compañeras constara como profesión: péripatécienne, término coloquial en francés para nombrar a las prostitutas en tono de broma.

La única prostitución auténtica es aquella de las grandes artistas, técnicas y perfeccionistas que practicaban este artesanado particular con inteligencia, respeto, imaginación, corazón, experiencia y voluntariamente, por una suerte de vocación.

El subrayado es suyo. Una declaración de principios que tenía que chocar con la sociedad biempensante a la fuerza. Sin duda, Grisélidis había reflexionado sobre ello hasta cambiar radicalmente su visión. Se había convertido en la voz política de las prostitutas y muchas así lo reconocieron, aunque otras no.

Sus declaraciones no estuvieron exentas de reproches por parte de algunas compañeras y clientes. Cuando se publicó Carnet de bal d’une courtisaine, otras veces nombrado como Carnet noir (Carnet negro) fue en la revista de arte y humor Le Fou parle (El Loco habla), dirigida por Jacques Vallet, en diciembre de 1979, acompañado por una entrevista que le hizo Jean-Luc Hennig, quien luego escribiría un libro sobre Grisélidis (Grisélidis Courtisaine, Ediciones Albin Michel, 1981). Pero no pudo prever todas las reacciones que aquel texto iba a producir. Uno de sus clientes la paró por la calle para decirle que su esposa lo había reconocido al leer el artículo. El hombre estaba totalmente devastado porque su mujer le había pedido el divorcio. Y hasta recibió amenazas de muerte por parte de otras prostitutas, no por haber contado sus intimidades, sino por haber hecho público los precios de sus servicios. Porque eso sí que era tabú, y muchas tenían miedo de que los clientes quisieran ahora regatearles las tarifas. La ley de la oferta y la demanda no entiende de ética ni de moral, ni siquiera a la hora de follar.

Griselidis
En su apartamento de Pâquis, Ginebra. En el cartel pone: ¿Hay que castrar a los desequilibrados sexuales? (DP)

Treinta años de profesión

Esto es una suerte de testamento. Un adiós a los muertos, un adiós a los vivos.

Son las primeras frases del prólogo escrito por ella misma para la última edición de Carnet de bal d’une courtisane (Édtions Verticales, 2005). El cáncer que padece desde hace años le ha permitido seguir con su lucha hasta el último instante. Ya en el hospital, continúa recibiendo a periodistas que llegan de todo el mundo para entrevistarla. Y ella aprovecha siempre para, además de contestar las preguntas sobre su vida, reclamar el papel de las prostitutas en el bienestar de la sociedad y reivindicar sus derechos como trabajadoras.

Solo la violencia y la crueldad que obliga a los otros, adultos y niños, a prostituirse sin libertad ni voluntad son a proscribir; y nosotras condenamos esa injusticia con todas nuestras fuerzas, siempre, en todos los lugares, en cualquier época. Porque no pertenecemos ni perteneceremos nunca a los esclavos, ni a los torturadores, ni a las leyes que nos son contrarias, ni a los abusos de la moral.

Cuentan sus hijos que a veces Grisélidis se asomaba a la ventana de su pequeño apartamento y gritaba: «Ahora vamos a despertar a los burgueses», y soltaba una enorme carcajada en plena noche. Cuando llegaba la policía, ella los esperaba con una botella de vino tinto y los invitaba a pasar. Parecía una niña llamando la atención, molestando para reclamar su presencia, y mostrando su cara más amable a esa sociedad que despreciaba y a la que, a la vez, deseaba hacerle bien. Ni siquiera con el reconocimiento internacional a su trabajo por parte de universidades e instituciones, donde ofreció charlas y conferencias por todo el planeta, cambió su particular manera de contar cómo era el mundo real en la intimidad del sexo por dinero. Lo que todos callaban ella lo relataba como si fuera un arte, con total naturalidad. «En una reunión con filósofos, se pasó media hora explicando cómo metía su dedo en el culo de su cliente, lo que pasaba, el porqué, el cómo.. toda la sala quedó fascinada», relataba su amiga y también prostituta Sonia Verstappen. Así fue su vida y así lo quiso mostrar en su literatura, siempre autobiográfica, siempre al límite de que la despreciaran por su vulgaridad, de que la amaran por su honestidad, que revolvía conciencias y servía de salvavidas a tantas mujeres despreciadas tras el coito y el pago.

En ese mismo apartamento de Ginebra desde el que gritaba, sus hijos encontraron varios manuscritos inéditos y el embrión de uno de sus grandes sueños: un montón de legajos recopilados durante años con el fin de crear un gran centro de documentación sobre la prostitución y la sexualidad en todo el mundo. También dejó tras de sí una fundación en defensa de los derechos de las prostitutas,  Aspasie, que además trabaja en la promoción de la salud y la prevención de la exclusión social de las trabajadoras del sexo, les presta servicios jurídicos, y realiza un interesante trabajo de reflexión sobre el mundo de la prostitución.

Su último cliente fue un español, en 1995, al que llamaba familiarmente allumette (pierna larga y delgada). Lo cuenta en el mismo prólogo: qué le gustaba, cuánto pagaba («poco, pero suficiente») y lo contento que se iba a casa. Así fue Grisélidis Réal, tan rara y tan atenta y sencilla como para dedicarle unas palabras de recuerdo a su último cliente poco antes de su muerte, con cariño y gratitud. Quizá todo lo que se ha contado en novelas y películas sobre las prostitutas sea verdad. Grisélidis parecía contener a Irma, a Séverine, a Tome, a Vivian, a Verónica, a Aspasia… o quizás no.

Griselidis
Fotografíada por su hijo, Igor Schimek, en 2003. Fuente: commons.wikimedia.org

…aquellos que hemos salvado del suicidio y de la soledad, aquellos que reencuentran entre nuestros brazos y en nuestras vaginas el impulso vital que se les frustra en otros lugares… que cesen de enmierdarnos, de juzgarnos, de negarnos, de calificarnos, de criticarnos, de enfermarnos, de llevarse a nuestros niños para meterlos en la asistencia pública, de enfermar a nuestros amantes y nuestros hombres de corazón… Que nos reconocan bellas, útiles, deseables, hábiles, que reconozcan que hemos hecho encorvarse y eyacular a millones de hombres y que el dinero ganado con el sudor de nuestros culos y nuestros cerebros es nuestro y que nos lo hemos merecido.

Su amigo, el escritor y político Jean Ziegler, actualmente vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, fue uno de los que defendió el derecho de que Grisélidis fuera enterrada en el Cementerio de los Reyes de Ginebra, lugar reservado para aquellas personalidades que han contribuido de manera notable al desarrollo de la sociedad. Sus hijos redactaron una petición al ayuntamiento de la ciudad para que así fuera, pero no les fue concedido en el momento de su fallecimiento, el 31 de mayo de 2005. Lo consiguieron en 2009 y fue enterrada junto a las tumbas de dos de esos grandes hombres ilustres: Jorge Luis Borges y su odiado Calvino.

En la lápida de su tumba figura la leyenda: Grisélidis Réal. Escritora, Pintora, Prostituta.


Obra de Grisélidis Réal.

Le Noir est une couleur, Paris, Balland, 1974 ; Lausanne, Éditions D’En Bas, 1989; Paris, Verticales, 2005

La Passe imaginaire, Vevey, L’Aire/Manya, 1992; Paris, Verticales, 2006

À feu et à sang, recopilación de poemas escritos entre mayo de 2002 y agosto de 2003, Genève, Editions Le Chariot, 2003

Carnet de bal d’une courtisane, en «Le Fou parle» 11 de diciembre de 1979; Paris, Verticales, «Minimales», 2005

Les Sphinx, Paris, Verticales, 2006

Le carnet de Grisélidis, textos de Grisélidis Réal y Pierre Philippe, música de Thierry Matioszek y Alain Bashung, canción interpretada por Jean Guidoni de su álbum «Putains», 1985

Suis-je encore vivante?, Diario de prisión, París, Verticales/Phase deux, 2008


Documentación.

Centro Grisélidis Réal para la Documentación Internacional sobre la Prostitución.

Muerte de una puta (documental), dirigido por Harmonia Cardona.

Éditions Verticales

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  • Gustavo Gil

    Las Palmas de G.C. 1965. Se licenció en Ciencias de la Información en Madrid y estudió cine en los EE.UU. y Cuba. Ha trabajado varios años como realizador y dirige la productora Conspiradores entre Madrid y Las Palmas de G.C. Cada vez tiene menos cosas y más proyectos. El último es la revista 7iM, de la que es codirector. Por lo demás, se encuentra bien, intentando trabajar lo menos posible.

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