Venezuela, Islanders, Rubén Grimón

Emma Clemente Triana – 79 – Emigrante

«Nací en la isla de La Palma, me casé muy joven, con dieciséis años, y con diecisiete tuve a mi primer hijo, Jaime. Teníamos una pequeña ferretería y la cosa no iba mal pero Gelacio, mi marido, quería que tuviéramos una vida mejor, y aprovechando que tenía familiares allí, emigró a Venezuela antes de que yo cumpliera los dieciocho. Desde que mi marido se fue hasta que yo fui a buscarlo pasaron cuatro años. Recibía cartas y algunas perritas, pero poco más.
Yo trabajaba bordando y ganaba poquito, pero estaba loca por irme con él. Cuando el presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, hizo la ley que decía que toda mujer que tuviera una foto de carnet del marido podía ir con él, siempre que éste llevara más de dos años en el país, brinqué de alegría. Yo creo que él me la mandó sin pensarlo mucho, porque si lo llega a pensar no lo hace (risas).
Para irme tenía que pedir prestado el dinero del billete, en aquella época tenía una vecina que era como mi madre, ella y su marido me lo dejaron. Creo que eran unas seis mil y pico pesetas, no me hicieron firmar ni un papel ni nada, no me olvidaré en la vida de lo que hicieron por mí.
Con 21 años emigré a Venezuela, fui en el barco Santa María que tardó nueve días en llegar. En aquel entonces mi hijo Jaime ya tenía tres años.
Cuando llegué allí aquello estaba lleno de mujeres detrás de mi marido, él trabajaba en una tienda de aceite y vinagre en Caracas, que allá las llamaban bodegas. A esas clientas no les gustó nada que yo llegara, me trataron muy mal y aguanté de todo. Me decían: “¡muérgana!*, ¿a qué viniste?”. Me desordenaban la tienda y me hacían la vida imposible, lo besaban y lo tocaban delante mía para sacarme de mis casillas, pero aquel era mi marido y allí yo me ponía firme. El día que no iban a besarlo o acariciarlo yo se los recordaba para que vieran que no me molestaba. Las mujeres eran zalameras y enseguida iban a colgársele del cuello. Muchas se molestaban y venían a quejarse de por qué me sacaba a pasear a mí y no a ellas.
Los venezolanos no trataban muy bien a los canarios, nos decían musiú**. Para poder devolver el dinero del pasaje yo compraba la ropa por kilos y me ponía a coser y a arreglar ropita de niñas. Para hacer eso había que tener un permiso del gobierno, que no tenía, y una que vivía cerca me quiso meter en problemas, pero gracias a dios no pasó nada.
Un canario que tenía un reparto de jabones, aceite y quincalla*** y vendía a los negocios de la zona, entre ellos al nuestro, quería quitarse el reparto y nos lo ofreció, pero mi marido no sabía conducir, así que cogí unos bolívares que tenía escondidos en lo alto del ropero y le pagué las clases de conducir. El hombre lo esperó y cuando se sacó el carnet se lo compramos. Yo me quedé en la tienda y mi marido hacía el reparto, él apenas sabía de mecánica y en un viaje que hizo a las montañas a llevar mercancía, la camioneta se recalentó, le echó agua fría y la desfondó. Después de eso todo lo que ganaba en el reparto era para pagar el taller.
Con el tiempo decidimos dejar la tienda e irnos al campo, a Maracay. Allí todo cambió y no tuve que aguantar más a aquellas fieras.
Arrendamos una tierra y plantábamos de todo, salían camiones de fruta y verdura, pero aquello no daba dinero. Entonces mi marido se dedicó a comprar tierras, arrendarlas a otras personas y hacer de intermediario en la venta de lo que daban.
Por aquella época mi suegra siempre comentaba que su marido iba a morir y no iba a volver a ver a su hijo. Decidimos volver a La Palma y dejé a mi hijo Jaime con una prima para que no perdiera las clases. Me traje a Mari, que había nacido en Venezuela y tenía tres años.
Cerramos la casa, vendimos el camión y dejamos aquello atrás.
Una vez pisé La Palma dije: “yo no voy más para Venezuela”. Para poder traerme a mi hijo hubo que mandar un poder para que lo dejaran salir de allí, que tardó seis meses, y con doce años se volvió solo en el avión.
Si yo volviera atrás no repetiría lo de emigrar a Venezuela ni loca. Era y es un país riquísimo que daba de todo y sin plantarlo: plátanos, mangos, guayabas, aguacates…, todas las frutas que puedas imaginar. Había oportunidades pero relacionarse con el venezolano no era fácil. Aquello no era todo lo bonito que pintaban, más de cuatro que yo conocí se tuvieron que quedar atrás y nunca pudieron volver a las islas porque apenas tenían para comer. ¡Ojito con eso! Para pasar penurias fuera, las paso en mi tierra.
A los dos años de estar en La Palma mi hijo Jaime se fue a estudiar a Gran Canaria, yo no quería separarme más de mis hijos y nos fuimos todos a vivir allí.
A mi marido siempre le quedó la espinita de volver a vivir en Venezuela. A los tres o cuatro años de habernos ido, volvimos de paseo a ver a la familia y cogió un miedo terrible. La inseguridad y las faltas de respeto eran enormes. Había tiroteos a diario, era horrible. Estábamos en el barrio 23 de enero, conflictivo, con unos edificios grandes donde los muros tenían mas agujeros que un colador de la cantidad de tiros. Volvimos de visita alguna vez más pero ya nos quedamos a vivir definitivamente en Gran Canaria, donde llevo media vida. Me gusta volver a La Palma, pero de visita, me gusta más el movimiento que tiene esta isla».

* En Venezuela se dice de la persona que es tonta y de poco entendimiento.
** Persona que es extranjera, especialmente al que es rubio.
*** Conjunto de objetos de metal, generalmente de escaso valor como tijeras, dedales, imitaciones de joyas, etc.

Artículo que forma parte del proyecto Islanders, cortesía de Rubén Grimón 

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  • Marina Cardenal

    Gran Canaria, 1976. Es licenciada en Comunicación Audiovisual. Tras varios años trabajando como periodista, decidió dejarlo, marcharse a otro país, comenzar una nueva profesión, conocer otras luces, enamorarse del idioma alemán y de Hamburgo, ciudad en la que vivió hasta 2015. Todo ello, sin dejar de contar historias. Ahora desde 7iM, de la que es codirectora.

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