refugiados, campos de refugiados, Serbia, Derechos Humanos

La balada de Efram

Sîd: olvidados en los Balcanes

A las 23 horas de un caluroso jueves de agosto, un coche circula por una autopista serbia a una velocidad moderada. El conductor trata de ir rápido, pero no conoce la carretera, está poco iluminada y no sabe muy bien a dónde tiene que ir, de manera que se muestra precavido al volante. A su lado, en el asiento del copiloto, le acompaña una chica tratando de indicarle con el GPS de su teléfono móvil, mientras mira de vez en cuando a los asientos traseros, donde hay otra chica agarrando a un chaval alto y fornido, semiconsciente y que, de tanto en tanto, sufre accesos de lo que parece ser un dolor insoportable en la cabeza, hasta el punto de que trata de autolesionarse, golpeársela contra el cristal de la ventana. Así que ahí está esa muchacha, tratando de evitar que el joven, que le saca unos cuantos centímetros, se haga una brecha en la sien.

Son tres voluntarios españoles y un joven pakistaní. Las dos chicas intentan calmarlo hablándole en un inglés atropellado, superado por el nerviosismo, con la intención de que el chico, que entre los delirios ha suspirado su nombre, no se haga un daño irreversible. Efram, se llama. No lo habían visto antes, lo cual no era tan raro en aquel lugar.

Van en dirección sur, al hospital más cercano, puesto que en el primero que estuvieron, en Sîd, aseguraban no tener los medios necesarios para realizar al muchacho las pruebas que procedían.

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Sîd es un pueblito situado en el noroeste de Serbia, en la frontera con Croacia. Allí vive poca gente (unos 15.000 habitantes), hay quioscos y puestos en cada esquina vendiendo melones y sandías. El centro del pueblo es más bien un cruce de dos calles, las dos principales, donde se encuentra el mercado y las casas menos rurales. Por lo demás, a medida que te alejas de ahí, encuentras más y más casas terreras, de esas que en España servirían para pasar el fin de semana y que, durante el año, suelen estar vacías. Aquí tampoco se ve demasiada gente.

A las afueras del pueblo, más allá de las vías del tren, hay unos extensos campos de girasoles y maizales. Si, por la noche, te adentras en ellos, caminando durante un buen rato, encontrarás toda una comunidad de personas durmiendo en sacos, apoyados en sus mochilas o en algunas prendas amontonadas. Son personas que, pese a ser catalogadas como “refugiadas”, más bien han sido desplazadas a esos maizales, puesto que no son bienvenidas en el pueblo. Ni en el país. Ni en el continente. Se trata de unas 200 personas, a veces más, a veces menos. Varía mucho el número y las caras, puesto que estamos en una zona de tránsito, frontera con la Unión Europea en medio de los Balcanes.  De tránsito, pero estancados. Así están, tanto los que se encuentran en los campos de refugiados más cercanos (Adasevci y Principovac) como los huéspedes del maizal. No hay niños, no hay mujeres. Son todos hombres, la mayoría muy jóvenes. Muchos tienen grandes cicatrices en brazos, espalda, piernas… han pasado entre 11 meses y 2 años caminando, recorriendo medio Asia hasta llegar a Europa, para quedarse atrapados en tierra de nadie porque, al parecer, eso de que “La Unión Europea ha cerrado las fronteras” es una verdad como un templo: quienes intentan pasar Serbia, pueden hacerlo. El problema llega cuando pisan suelo croata, ahí llegan las persecuciones de la policía, los perros rebuscando en los camiones, los escáneres para encontrar polizontes. Cuando los pillan, que es la inmensa mayoría de las veces, suelen recibir palizas a modo de escarmiento. Y de vuelta a Serbia. De vuelta a los maizales. Ellos prefieren estar ahí, a la intemperie, que en los campamentos, donde el mantenimiento sanitario es inexistente y donde reciben escasa atención, por no hablar de la comida: pan y refresco. Prefieren esperar en el terreno donde empiezan los maizales a que venga un grupo de voluntarios de la No Name Kitchen a ofrecer dos comidas al día, a las 11 de la mañana y a las 7 de la tarde, con una variedad nutricional mucho mayor y un trato más humano.

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Fue ahí, en el punto de distribución, donde encontraron a Efram inconsciente.

En el hospital mostraban reticencias para atenderlo. Pese a su visible dolor, que prácticamente lo mantenía inconsciente todo el tiempo, lo primero que preguntó la doctora (después de cuarenta minutos de espera) fue para qué lo habían traído si no lo conocían. A pesar de todo, y tras otra larga hora en plena madrugada, atendieron a Efram y le hicieron un escáner cerebral que descartó cualquier tipo de lesión interna. «Tristeza, pena», fue el diagnóstico de la doctora. «Días sin comer… cuídenlo». Eso hicieron los voluntarios: comprarle las medicinas para el dolor y llevarlo, por lo menos esa noche, a una casa en condiciones, darle una ducha y una cena.

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La vida de los refugiados en Sîd es, pese a todo, bastante rutinaria: desde que despiertan en los maizales, su primer encuentro seguro es el desayuno de las 11. Dos veces por semana, una pequeña organización, Rigardu, monta duchas, y otras dos veces lo hace Médicos Sin Frontera, que también ofrece atención médica. Insuficiente, ciertamente, pero al menos aparecen por esos lares. El resto de las grandes ONG, empezando por ACNUR, no parecen muy interesadas en los refugiados de Serbia, puesto que a lo sumo, visitan el punto de distribución un par de veces por semana para explicar a los chavales las bondades de los campamentos para que se trasladen a ellos. Por algún motivo, suelen declinar la oferta.

La No Name Kitchen (NNK) es una organización pequeña y joven. La puso en marcha un español, Bruno Álvarez, en enero de 2017. Empezó en Belgrado, en las Barracas, un auténtico caos en pleno centro de la capital serbia, y allí estuvieron dando comidas hasta el último día en que las derrumbaron. Luego se desplazaron a Sîd, en la frontera, donde la gente necesitaba más ayuda. La NNK ha encontrado dos o tres locales de confianza para proveerse de los alimentos necesarios; la primera intención de Bruno era que distintos comercios se vieran “beneficiados” por su acción allí. Que vieran que la presencia de esos jóvenes no era mala. «Queremos que la gente del pueblo se implique con los refugiados, que colaboren». Quizás ese objetivo avanza más lento, pero lo cierto es que cada mañana, la furgoneta de la NNK recorre el mercado, las fruterías y la panadería, y sus propietarios celebran las enormes ventas que logran con ella.

En cuanto a las autoridades serbias, la relación que mantienen con los voluntarios no es mala. Nada que ver con la croata o la húngara, que dan a los refugiados un trato vejatorio e, incluso, irracional. Prácticamente todos los días, varios jóvenes llegan al reparto cojeando o con algún nuevo golpe tras haber intentado cruzar la frontera, donde la policía incluso, en ocasiones, suelta a los perros según los ven. Los agentes serbios no muestran esa inquina, aunque también han tenido que actuar llevándose a muchos refugiados a los campamentos. Durante varios meses, los chicos pasaban la tarde en el Squad, una edificación abandonada y medio derruida en la que, al menos, al contrario que en los maizales, tenían cobijo bajo techo . Todo cambió de un día para otro cuando una redada desalojó el lugar y decenas acabaron en los campamentos. También realizaron un operativo para coger chavales de los maizales; lo contaron los propios refus a algunos voluntarios: varios agentes de policía se colocaron en el margen del campo, justo donde empieza, separados por varios metros los unos de los otros; entonces, otro grupo acompañado de perros, se adentraba en la jungle (así lo llaman los refugiados) para provocar la huida de los jóvenes que, cuando conseguían salir de los maizales, se encontraban con el cordón policial. La última operación de este tipo, se saldó con una cifra de entre 50 y 70 nuevos “huéspedes” de los campamentos. Al día siguiente, en el reparto de la NNK, se notaba el descenso de personas cogiendo su plato de comida.

Por lo demás, la policía no parece tener un objetivo claro. No les habilitan lugares para cobijarse (lo cual empieza a ser un asunto de extrema urgencia cuanto más se acerca el invierno), pero tampoco los echan. No los quieren pero, aun sabiendo dónde están, no los desalojan a todos, pese a que han demostrado que son capaces de hacerlo. Cuando preguntas a los voluntarios más veteranos, todo empieza a cobrar sentido: los refugiados que intentan cruzar la frontera, suelen pagar a los smugglers, muchos de los cuales también son personas refugiadas, pero que hacen negocios con la policía, directa o indirectamente, para que faciliten de alguna manera el traslado. El mínimo son 3.000 euros, aunque rara vez les funciona, porque diariamente hay chicos que vuelven de un nuevo intento fallido por cruzar la frontera. Continuamente tratan de conseguir dinero para tener más opciones de cruzar. Quieren ir a Bélgica, a Italia, a Francia, a Alemania… a cualquier sitio donde tengan (o esperan tener) alguna opción de empezar a vivir. Porque en Sîd no viven realmente, están de paso, estancados en un paréntesis de lo que esperan tener en la vida: paz, alimento, cobijo. Todo aquello que no tienen en los lugares remotos de los que proceden.

¿Qué esperarán cuando logren cruzar Serbia? ¿Qué les espera realmente? Quizás su capacidad previsora o su visión a largo plazo no den para tanto. En estos momentos les preocupa saber si podrán comer hoy, mañana como mucho. La NNK ofrece eso, un mínimo de certeza en una vida de incertidumbre. Por lo demás, tratan de pasarlo bien en las horas de la comida, con los balones que llevan los voluntarios, la música y los instrumentos. Han formado una pequeña comunidad que garantiza, al menos durante un rato, momentos de humanidad, de alegría. Una alegría que convive diariamente con la violencia que han aprendido, que han sufrido, y que explota sin más de cuando en cuando, en aquellas ocasiones en que la convivencia sufre roces más que previsibles, teniendo en cuenta la situación en la que se encuentran. Una realidad que no es ni más ni menos intensa, dolorosa y verdadera que cualquier otra. Jóvenes producto de guerras, de masacres familiares, de miseria y pobreza, y con la esperanza de encontrar más allá de los límites una vida que valga todos los años de dolor que llevan encima y que, en buena medida, Occidente ha contribuido a propiciar. Las puertas están cerradas, pero dar media vuelta no es una opción.

Cuando preguntas a algunos de esos chavales, no parece que se planteen demasiado las oportunidades reales que tienen a día de hoy de empezar una vida en Europa. Ellos quieren llegar. Lo demás ya se verá. Estando en Sîd, y con la perspectiva de un ciudadano europeo que ve cómo los gobiernos de la UE muestran ineficiencia en la acogida del número de refugiados que ellos mismos se han propuesto, al tiempo que voluntad política para, únicamente, mandarlos a Turquía, se puede percibir una doble realidad o, si se quiere, dos marcos diferentes: por un lado, el del corto plazo, ese en el que voluntarios como los de la NNK inciden directamente para que estas personas olvidadas tengan lo más básico e imprescindible para la subsistencia. Por otro lado, el marco del medio y largo plazo, ese en el que parece imposible, en las condiciones actuales, imaginar un mejor porvenir para toda esta gente. A quien logre cruzar la frontera serbio-croata, ¿qué le espera? ¿Habrá acaso solucionado sus problemas? Parece que, sin una política europea integradora y solidaria, el empeño individual de un refugiado por vivir no será suficiente para el éxodo imparable que, por más deportaciones que se hagan, está lejos de acabarse. Por ahora, solo se añaden muertos a las listas en forma de números.

***

El joven Efram lloró durante la noche, acompañado únicamente por un par de voluntarios que se sentaron a su lado. Al día siguiente, lo convencieron para que fuera a uno de los campamentos, puesto que no se encontraba en condiciones de dormir a la intemperie. Era necesario que descansase, que recuperase fuerzas.

Al segundo día, Efram desapareció. Los voluntarios se enteraron de que había intentado cruzar la frontera.

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La balada de Efram Fotografías de Gabriel Tizón web

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  • Himar Reyes Afonso

    Canario en la capital, estudió para dedicarse al cine, aunque lo que siempre ha hecho es escribir. Ha co-escrito un guion de teatro para la obra original del showman Alberto de Paz y tiene un par de largometrajes en la despensa. Escribe también sobre actualidad política en su blog personal, La Lógica del Kruger, y algunos artículos han sido publicados en la sección “Librepensadores” de Infolibre y en el portal Rebelión. Iniciándose en organizaciones de la sociedad civil como ATTAC o la campaña Stop TTIP. Colabora en 7iM desde principios de 2016, convencido del proyecto, sobre todo, porque puede escribir lo que le da la gana.

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