Tommie Smith, John Carlos, Peter Norman, México 68

¿En qué pensaba ese blanco bajito?

México 68, Black Power y Peter Norman

En 1968 los Estados Unidos de América vivían —como de costumbre— en su nube de contradicciones, en su habitual espiral de hitos admirables y hechos vergonzosos. Al mismo tiempo que los B52 bombardeaban barrios repletos de civiles para acabar con el Vietcong en Saigon y las tropas terrestres protagonizaban la matanza de My Lai, la NASA lanzaba el Surveyor VII a la luna y, meses más tarde, la misión del Apolo 8 con los primeros seres humanos que harían la órbita lunar. Dos días antes de que Massiel ganase para España en Eurovisión, Martin Luther King era asesinado en un motel de Memphis. Lo que no fue impedimento para que dos días más tarde los técnicos y científicos del programa nuclear continuaran las detonaciones de bombas, más de 500 desde la primera de Hiroshima, en las profundidades del desierto de Nevada. Los Beatles elegían la capital del mundo para anunciar le creación de Apple Records. Y apenas veinte días más tarde, mientras en París buscaban la playa bajo los adoquines, disparaban a Robert F. Kennedy, que moría al día siguiente. Pero ninguno de esos acontecimientos  tuvo la repercusión que alcanzó el simple gesto de dos hombres negros —y un blanco— sobre el podio del Estadio Universitario al recibir sus medallas de los 200 metros lisos en los Juegos Olímpicos de México del 68.

Eran los primeros Juegos que se celebraban en el nuevo mundo. La llama olímpica había atravesado el Atlántico por primera vez en un buque del ejército español que había partido de la Islas Canarias tres días después de que, en un aparente alarde de originalidad, Cristóbal Colón de Carvajal y Gorosábel —descendiente del descubridor—, último relevista español, la depositara en la corbeta Princesa en el puerto de Palos de la Frontera. Pero al margen de coincidencias históricas y de mensajes de dudoso gusto, México 68 pasaría a la historia por dos sucesos que dieron la vuelta al mundo: la matanza de Tlatelolco diez días antes de la inauguración, en la plaza de las Tres Culturas, en la que el ejército mexicano, apoyado por un grupo paramilitar, asesinó al menos a 20 personas y detuvo a otras 500 que pretendían protestar por la farsa democrática de su país y contra la celebración de los Juegos Olímpicos en México. Y, sobre todo, por el episodio que protagonizarían los tres medallistas de los 200 metros lisos en la ceremonia de entrega de trofeos.

Algo tendría que haber hecho sospechar a los responsables del equipo olímpico estadounidense que aquellos dos chicos negros, Tommie Smith y John Carlos, tramaban algo cuando se dirigieron al podio descalzos, calcetines negros, guantes negros y las zapatillas en la mano. Smith también se había anudado al cuello un pañuelo oscuro y Carlos llevaba el chándal abierto, a modo de reconocimiento y en solidaridad con los obreros de su país, y un gran rosario de cuentas al cuello que representaba a todos aquellos que habían sido linchados por defender sus derechos. Smith subió al escalón del primer puesto y Carlos al tercero, en segundo lugar, junto a ellos, un tímido australiano que había batido la marca de su país en aquella carrera, Peter Norman.

En realidad, algunos atletas negros ya habían subido descalzos a recoger sus medallas en la primera jornada, pero ese día Smith y Carlos habían decidido dar un paso más, un gesto más. Al sonar el himno de su país alzaron los puños, uno el izquierdo y otro el derecho, y agacharon la cabeza. Fue una protesta tan simbólica e impactante para la comunidad negra de los Estados Unidos como el discurso frente al Capitolio de Luther King. Unos chicos afroamericanos se habían atrevido a hacer el saludo del Black Power delante de las cámaras, para todo el mundo, y representando a su país.

Smith lo explicó así: «Ir descalzos, con calcetines negros, era una representación de la pobreza en mi país, sobre todo la de los negros. El inclinar la cabeza no era un desprecio a la bandera sino una oración, un grito pidiendo libertad».

Fueron abucheados y silbados, y luego castigados. El COI —que había permitido en 1936 los saludos nazis en los Juegos de Berlín— decidió expulsarlos por realizar un acto inapropiado de reivindicación política. El jefe de la delegación estadounidense dijo que pagarían por aquello toda su vida y fueron excluidos del equipo americano y desalojados de la villa olímpica. Pero otros atletas, como Bob Beamon y los ganadores de los 400 metros lisos, imitaron el gesto, sin que los organizadores tomaran represalias contra ellos.

En cambio, tanto Tommie Smith como John Carlos sufrieron el rechazo en su país, fueron perseguidos y criticados, recibiendo incluso amenazas de muerte. Smith perdió el trabajo que tenía como lavacoches. Y la presión que sufrieron fue tal que la mujer de Carlos no pudo soportarlo y se suicidó. Ambos atletas terminaron abandonando la competición olímpica para dedicarse al fútbol americano.

Pero en aquel momento, que fue fotografiado y filmado, retransmitido por televisión a todo el mundo, algo había pasado desapercibido a los ojos de todos. Aquel atleta australiano, blanco y bajito —Peter Norman medía 1,80 y tanto Smith como Carlos llegaban casi a los 2 metros—, con los hombros caídos y cara de circunstancias, se enfrentaría a una pesadilla tan cruel durante el resto de su vida como la de sus compañeros de podio.

Los dos atletas le habían contado a Peter Norman sus intenciones en el vestuario en los momentos previos a la ceremonia y le habían preguntado si creía en la lucha por los derechos humanos. «Sí», contestó Peter. «¿Crees en Dios?», insistieron ellos. «Fervientemente, y estoy con ustedes», sentenció el australiano. Pidió uno de los distintivos del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos, como el que ellos llevaban en su pecho, y un remero —blanco— del equipo americano le cedió el suyo. Smith, sorprendido, había dicho de ese gesto: «Peter no tenía porque llevar aquel distintivo, Peter no era estadounidense, Peter no era negro, Peter no tenía que sentir lo que yo sentía, pero era un hombre».

Y de Peter Norman fue también la idea de que cada uno de ellos alzara un puño diferente, a pesar de que el saludo del Black Power se realizaba alzando siempre el derecho. Al dirigirse al podio se habían dado cuenta de que Carlos se había olvidado sus guantes y Peter les sugirió que compartieran el par que tenían y se lo enfundaran, uno el derecho y el otro el izquierdo.

Recordaba Smith que esperaba ver el miedo en los ojos de Peter Norman pero que en cambio vio solo amor. Pero, ¿qué llevó a aquel atleta, que había registrado el mejor tiempo de la historia de su país en aquella prueba, a arriesgar todo lo que había conseguido por un gesto de solidaridad?

Al contrario que los dos atletas estadounidenses, a Norman se le permitió permanecer en México, pues parecía que no había sido más que un mero espectador en la performance de Smith y Carlos. Pero ya en frío y analizando las imágenes en las que se veía aquel distintivo del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos que Peter Norman había llevado justo encima del emblema de su país, los medios de comunicación lo acusaron de violar el carácter no político de la competición y pidieron que fuera castigado al llegar a casa. El jefe de la expedición australiana, Julius Patching, se opuso a aquella llamada de castigo y habló con Peter en privado: «Están gritando pidiendo tu sangre. Considérate severamente castigado. Dime, ¿tienes entradas para el partido de hockey de hoy?». Patching, visiblemente contrariado por aquel embrollo, advirtió sutilmente a Peter de que tuviera cuidado.

Cuando la prensa le preguntó a Norman por el significado de aquel acto y el apoyo a los atletas estadounidenses contestó que lo había hecho en protesta por la política discriminatoria de su país y que «Todos los hombres han nacido iguales y así deben ser tratados». A pesar de las advertencias, Norman no se arrepentía de su decisión y sus convicciones parecían tan firmes como había manifestado a sus dos colegas antes de subir al podio.

En aquellos años Australia vivía sus propias convulsiones sociales. El país tenía férreas leyes contra la inmigración no blanca y una política racial casi tan radical como la de Sudáfrica —que no fue autorizada a participar en los Juegos de México —. Los nativos australianos no contaban como ciudadanos, no tenían los mismos derechos que la población blanca. Recientemente se había hecho el censo del país, en el que fueron contabilizadas hasta las ovejas, pero no los nativos. Y los hijos de éstos eran dados en adopción sin su consentimiento a familias blancas para su “reeducación”.

Distintivo de Proyecto Olímpico Pro Derechos Humanos como el que lucieron los tres Norman, Smith y Carlos en su pecho.
Distintivo del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos como el que lucieron  Norman, Smith y Carlos en su pecho.

Pero había algo más que compartían aquellos tres hombres, y que no tenía que ver con el color de su piel sino más bien con su condición social. Los dos americanos habían nacido y crecido en familias humildes. Carlos era hijo de un zapatero de Harlem y Smith, nacido en Texas, trabajó en los campos de algodón, como el resto de su familia. «Salí de los campos porque tenía el don de correr rápido. No quería volver nunca más a ellos». Su padre le había ordenado que no hiciera nunca lo que había hecho él —trabajar en los campos de algodón—, ese fue el pistoletazo de salida para Smith.

El australiano había nacido en Coburg, un suburbio de Melbourne, en una familia de estricta moral cristiana vinculada al Ejército de Salvación, donde Peter llegó a ser oficial, cuya misión era predicar la palabra del Evangelio de Cristo y tratar de cubrir las necesidades humanas en su nombre, sin discriminación alguna. Antes de dedicarse al atletismo trabajó como aprendiz de carnicero para luego pasar a ser entrenador de un equipo de fútbol y más tarde, con unas zapatillas prestadas, hacerse corredor.

Así que los tres hombres componían una curiosa estampa, primero en la carrera, luego en el podio. Tres hombres pobres que habían corrido como locos para conseguir la marca que los llevara a los Juegos Olímpicos y luego hasta las medallas, a escapar de la pobreza a la que hubieran estado condenados por su condición social y, paradójicamente, a representar a su país, a las autoridades que encarnaban y mantenían aquellas leyes que venían a decirles: si corres, ganas y te mantienes con la boca cerrada dejaremos que nos representes y serás un héroe, si no, atente a las consecuencias —básicamente: seguir siendo un marginado—. Y eso fue lo que pasó.

Peter Norman no pudo competir más en representación de su país, no lo seleccionaron para los Juegos de Munich de 1972, a pesar de poseer la mejor marca de la historia de Australia en los 200 metros y haber conseguido batir la mínima para ser seleccionado repetidas veces. Decepcionado, abandonó el olimpismo y se dedicó por un tiempo a trabajar como profesor de gimnasia y carnicero hasta que debido a un accidente en un entrenamiento contrajo gangrena. Se salvó de la amputación porque uno de los médicos recriminó a sus colegas que quisieran cortar la pierna a un atleta que poseía una medalla de plata en los Juegos Olímpicos. Sin embargo, después de aquel accidente, Peter tuvo que utilizar una silla de ruedas mientras aprendía de nuevo a caminar y durante tres años sufrió una gran depresión y terminó alcoholizado. Las autoridades australianas le ofrecieron repetidamente la oportunidad de redimirse de aquel acto de rebeldía pidiendo perdón, pero Norman nunca lo hizo.

No hubo reconocimiento para él en su país hasta los Juegos de Sidney de 2000. No fue invitado por las autoridades australianas a participar en los actos, pero el equipo olímpico de los Estados Unidos sí lo hizo, al enterarse del desplante, del «olvido» de su propio país. Fue el único atleta importante australiano que no fue convocado para participar en la vuelta de honor de la ceremonia de apertura. En cambio, fue invitado y recibido por los estadounidenses, entre ellos estaban Ed Moses y Michael Johnson, para quien era un referente y que le dijo: «Eres mi héroe».

Todas las crónicas coinciden en señalar que aquel gesto de Smith y Carlos marcó un hito en la lucha por la igualdad entre negros y blancos, sin embargo, sin quitarle mérito a éstos, se me antoja que el de Peter Norman fue quizás más importante, arriesgado, humilde y generoso, además de desconocido. Y quizás así lo creyesen también ellos.

En 2004, Matt Norman, sobrino de Peter, reunió a los tres protagonistas por primera vez desde 1968 para el rodaje del documental Salute, 2008, que narra la vida de su tío. En el film Norman declara: «Creo firmemente que en una ceremonia de entrega de medallas en unos Juegos Olímpicos hay tres tipos a los que les han dado un metro cuadrado de la tierra de Dios para estar allí, de pie, y lo que cada uno decida hacer en ese metro cuadrado es asunto suyo». «Si no hubiera sido por el gesto de aquel día, habría sido simplemente otro atleta australiano recogiendo una medalla, nadie habría oído hablar de Peter Norman».

El 9 de octubre de 2006 Tommie Smith y John Carlos portaron el féretro de aquel atleta blanco y «bajito» que los había acompañado en su rebeldía 38 años atrás. Ambos pronunciaron unas palabras en su recuerdo. Smith dijo que «Norman fue un hombre de firmes creencias humanitarias». Y Carlos simplemente sentenció: «Peter Norman fue mi hermano». Su marca de 20.06 segundos, récord nacional, sigue imbatida en su país, quizás porque hasta hace poco nadie le había pedido aún perdón. El parlamento australiano aprobó en 2012 una moción por la que se pedía disculpas a Peter Norman, se reconocía el mérito de su récord y se lo consideraba como un hombre valiente por su apoyo a los atletas estadounidenses y al Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos. Australia pedía perdón por no haberlo enviado a los Juegos Olímpicos de Munich a pesar de sus sobrados méritos y reconocía su importante papel en la lucha por la igualdad racial en el mundo.

Por cierto, aquel remero estadounidense que le cedió su distintivo a Norman era Paul Hoffman. También fue expulsado del equipo olímpico por ello y juzgado por el Comité por el delito de conspiración. Fue declarado no culpable —como suele decirse en los Estados Unidos de América—.

En 2004 una gran estatua con la figura de Smith y Carlos con los puños en alto fue erigida en la Universidad Estatal de San José, en los EE.UU. El lugar que debería ocupar Peter Norman está vacío, es el espacio que utilizan los turistas y visitantes para hacerse la foto de recuerdo. Personas de cualquier condición social, color de piel o creencia política, suplantan por unos segundos a aquel blanco bajito del que nadie sabía qué se le pasaba por la cabeza en el momento de la foto.

bp

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