Nueva York, New York

New York, New York…

 

En Nueva York sentí estar en un lugar extraño en el que había estado mil veces, pese a ser la primera. Será de tantas historias sumergiéndonos en esta ciudad que no es capital en su país, pero que ha llegado a ser capital del mundo. El cine estadounidense no desarrolla sus historias en Nueva York, sino que promociona su ciudad a través de las historias. La diferencia con nosotros es notable: la marca España se exporta mediante las empresas transnacionales, la marca EEUU se expande vía Hollywood. En el ámbito académico lo llaman «imperialismo cultural», y una de sus consecuencias parece ser esta: familiaridad con lugares que jamás has pisado, con los que apenas tienes nada que ver.

Uno llega a Nueva York y no para de confirmar los mitos que en el cine ha conocido: la mágica fachada urbana, los puentes que conectan las islas flotantes, los humos y vapores del alcantarillado, las luces de Time Square, el ritmo delirante día y noche, la ciudad que nunca duerme y, de grande que es, nunca termina. Madrid convierte las capitales isleñas en provincias. Nueva York convierte en provincia la capital de España.

Cuando subes al Púlpito, la roca más alta del fiordo Lysefjorden, en Noruega, el silencio acompaña la inmensidad de la naturaleza. Algo parecido sucede desde lo alto del Empire State: la ciudad te deleita con su imponente grandiosidad. En silencio. Desde las alturas no se oye más que el viento para contemplar esa ‘naturaleza urbana’. Lo mismo que desde el condado de Brooklyn, ojeando Manhattan, huérfanos ya del Sol.

Nueva York, New York, Edificio Flatiron

Sin embargo, no es completa la realidad desde esa distancia o altura, de la misma forma que no lo es desde una película de Woody Allen o Blake Edwards. Cuando superas la fachada y te adentras en la ciudad, ya no hay silencio ni belleza urbana ni luces poéticas. La vida de Manhattan es delirante. La ciudad huele a perrito caliente, cuando no a mierda, cosa bastante normal puesto que está inundada de puestos de comida y cada seis o siete comercios hay una montaña de bolsas de basura en la acera esperando que, en algún momento, pase alguien a llevársela. La gente no se sienta a comer, camina alimentándose. El tráfico es un ente independiente cuya lógica resulta incomprensible, donde los conductores tocan la pita sin fundamento, los semáforos son relativos y los peatones cruzan bajo su responsabilidad. Nueva York está sucia, nada que ver con París o Londres, donde sorprenderse de la limpieza y del respeto por lo público que allí se gasta. El metro, cuyo uso es inevitable para un turista, está diseñado para que lo entiendan, si acaso, los neoyorkinos que, por otro lado, son muy diligentes a la hora de ayudarte. Cuando le dije a una amable señora que el metro de Madrid era bastante mejor, ella sonrió y se mostró conforme con el suyo: «It works».

En realidad, de eso va Nueva York, de que funcione. Mientras los rascacielos impongan, la fachada emocione y el dinero fluya, lo demás es secundario. Es como si hubiesen montado la ciudad rapidito para hacer caja, solventando los requisitos para el desarrollo de la vida social con parches y apaños. Son dos realidades encajonadas entre tanto edificio, a cada cual más grande, cubriendo la ausencia de monumentos que la falta de historia les ha dejado.

Las distancias de esa ciudad te ponen a prueba. Más a un canario, que si camina mucho se termina el camino. Allí las manzanas son sandías y tres calles te cuestan entre treinta y cuarenta minutos. El ritmo frenético y la energía desbordante no impiden notar, en muchos rostros, cansancio. La apatía del que vive cumpliendo plazos está instalada en quienes tienen cosas que hacer, y también lo está entre quienes forman parte del paisaje urbano, tirados en la calle. La cantidad de gente hablando sola me conmocionó tanto o más que la Zona Cero.

Los sentimientos que generan ese mundo, se enfrentan. La belleza del paisaje urbano evoca el apogeo del mundo libre y desarrollado que el omnipresente imperio ha alegado una y otra vez con su inmenso artefacto de propaganda. ¿Será verdad? ¿Realmente eso es el desarrollo, la libertad? No deja de escandalizar a un desapegado del modelo que la cumbre del capitalismo le emocione, eso sí, desde la distancia. «Te quiero, pero de lejos». Una vez enredado en el laberinto de edificios, calles interminables, ruido y destellos, la ansiedad y el estrés te dominan. Es muy fácil definir lo que allí sucede: exceso y caos.

Nueva York, New York

En Nueva York te das cuenta de la absoluta incoherencia de un muro en la frontera: allí vive todo el mundo, allí encuentras todas las nacionalidades y razas. Tienen hasta una China en miniatura. Si hay algo maravilloso en ese enorme caos urbano es que, como decía la señora del metro, funciona. El tráfico se desenvuelve de aquella manera, pero sin contratiempos; la gente hace colas para su perrito y sigue; el metro te lleva a tu destino; la cantidad de gente cruzándose por calles y plazas tiene siempre policías entre ellos que inspiran la confianza que un país con ciudadanos incontroladamente armados no puede ofrecer; incluso el Bronx, desde la tranquilidad que una visita guiada puede dar o desde su ‘zona diplomática’ con el estadio de los NY Yankees atiborrado, genera la ilusión de que todo está bien compacto, todo se desarrolla según lo previsto.

El complejo de Narciso se traduce en artículos para turistas donde la bandera es una marca (quizás siempre lo sea) y los presidentes son estrellas. Incluso el actual. Hay un enorme orgullo patrio, y parece sincero, aunque desde fuera se pueda ver ridículo y aunque no se perciba más en la gente que en las tiendas de merchandising. A mí, personalmente, me pareció entrañable ver las figuras de King Kong en el Empire State, o directamente peluches del gorila. Es ése el orgullo que a mí me enternece, el de las pelis que han hecho y que sienten suyas, que han incluido como parte de los mitos de su ciudad, como algo que comparten. En Madrid, lo más parecido que he visto y que no es sino un destello, es la primera escena de Las brujas de Zugarramurdi, con el tiroteo en la Puerta del Sol, o a Pepe Isbert llegando a la capital y cruzando asustado por el tráfico en Atocha o la Gran Vía.

Más que el orgullo nacional, que francamente me cuesta comprenderlo teniendo en cuenta de qué país hablamos, empatizo y me emociona el orgullo que sienten por su ciudad. Nueva York es hermosa pese al caos y el exceso. ¿Es un modelo? No para mí, pero tampoco tiene que serlo.

Nueva York es delirio y encaje, es ambiente y soledad, es exceso de todo, es gente cercana para bien y para mal, es ruido sin fin y silencio en las alturas, es suciedad asfixiante y belleza urbana, es el último escalón de la civilización occidental, y es fachada. También nuestra fachada, porque la ciudad es, en realidad, una vieja conocida.

Con Frank Sinatra cantándote mientras cruzas el Puente de Brooklyn.

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