El piano del pirómano

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En la labor minúscula de hacer de los objetos un apoyo, pretexto, adecuación a nuestras necesidades, solemos equivocar los roles, y situarnos desde arriba: «Esto es una mesa. Aquello un cuadro», sin prestar demasiada atención a nuestra pequeñez y dependencia real de tornillos y tacos. Así he llegado hoy al Francisco Umbral de AAH, llevado por el tacto a través de libros, columnas de libros que hacen a su vez, y en estos días de mudanza y spleen, su avío, y que hasta una puerta que cierra mal me sujetan. O sea que unos libros pueden ser una perfecta calza, cuña, contra el desmán de un albañil torpe, y yo en palacios principescos y Rilke.

No sucede mi abstención del compromiso cauto poético, pero en esta tarde de paredes desconocidas y patio interior angosto y sufrido quiero hablar de mí y de la justa parte de maltratos que he venido a recibir a esta corrala (en la que yo no observo patio abierto, insisto; debo encontrarme como por unas catacumbas). Tomo aire, acepto un enésimo revés, cargo los libros, media la ciudad que recorro, al llegar frío y desportillado, sonrío al aislamiento, resultado: la puerta de la habitación no cierra. Entonces eureka, amurallarme en lo más contundente que tengo, formidable sostén la literatura. Y la puerta ya no se abre. Pero para entonces ya es tarde, hay decisión de melancolía; la vista ha colonizado el canto fino y radiofónico del Francisco Umbral de AAH y me recuerda que hay algo hechicero en el tronar de los cañones, cuando la razón descansa.

Verbos, geometrías, cuerpos alegres al tacto.

Un mareo de cercanía de las cosas que no consigo remitir desde alta mar. Estando yo tan lejos, y que me haga este mal juego la vista, el tacto, y hasta el olor; juego por el que creo bajar del vagón y ocuparme de las fricciones: que nadie me toque, y en el que hay, al menos, varias reglas mal planteadas y que la gente incumple. Las tenía anotadas en una hojita amarillenta dónde estará la hojita. Ver ya hecho el quiebro, darlo por seguro, y en el borde abisal de las escaleras mecánicas iniciar una conversación. Esto retrasa a león de llamada de la selva y ocarina. La melena se le riza. Es una conversación que desluce la propuesta de náusea; por causa de fuertes motivos, se concluye “sonrisa”. Y un aplauso. La enorme caja de libros es aún un impedimento del que no reniego; total, esta chica es nadie, quién va a ser.

La dedicatoria del libro de AAH hace hincapié en quien yo sí aparento ser, en confronto a la hipotética y sofisticada musa del Metro: “Practicar el envenenamiento del lector”. AAH dice que yo me despeño por el párrafo y por la capacidad de tragediar hasta lo más prosaico del día, y que la fórmula, así tan biografiada, no rinde. Envenenar la poza desde la que el pueblo bebe, y resultar uno el único envenenado. En esto cabe seguir planteándose una cosificación de la vida: el hombre salva los obstáculos dominables (por estudiados), y en su celebración tropieza; queda así reducido al material del que está hecha la broma (infinita).

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Pero spleen, y vida encarminada de rojo ocasión, y pentecostés lamentable. Como no entiendo de obstáculos más que merendármelos, de esto anterior, hoy, me salva El piano del pirómano (Calambur, 2014), que es del propio AAH y al que he llegado luego de hartarme de releer su Umbral (ay, Paco). Como la preceptiva del medio obliga a una cosa ensayada, contrastada y culturalista, vamos a ver si vertemos noción de algo.

En el momento de embocar este primer verso, un solitario sin

lucha ya, ni consuelo, se habrá enamorado de otra muchacha que

ajenamente pasa, la muerte mirará el minutero bajo una última palmera,

las ojeras habrán ganado una vikinga.

            Mientras yo elijo la esdrújula con que alhajar el siguiente desvarío,

una nueva tragedia habrá matado la misma esmeralda en diversas

familias, la deshora inventará el indulto entre piratas, la matemática se

habrá apuntado a la orgía.

            En lo que dura el recodo de la recitación de un deseo, la noche

habrá visitado una república de tímpanos, el pánico habrá ocupado la

autoridad de varias proas, la tormenta habrá vuelto entera al desánimo de

los que cuidan quizá en vano el andamio de los antídotos del estrago.

            Probablemente, mientras tú apuras este poema, una vida se habrá

declarado desierta, una tarde habrá debutado como lecho de lesbianas, un

consulado de octubres habrá reinaugurado la tentación de la tristeza.

Nos da el poeta unas claves líricas recurrentes, de las que parece disociarse, por sublimación de un texto que, altísimo de mareos en algunos pasajes, lucha por su descenso a la tierra masticable de la que habla, a la que canta, pero a la que adivinamos lejos (Vengo a repetir que para siempre nos hirió la belleza). Se frecuenta un vietnam personal rico en conciencias y sus corrientes, y la sinestesia/metáfora en la voz poética procura la imagen.

Claro que era abierto martes de casi anteayer mismo,

cuando aún pasaba la vida propensa al tigre,

cuando al agua delgada de ninguna urgencia íbamos

dando otro rodeo por los dones del riesgo.

Hablo de la violenta dicha, y su comitiva salvaje.

Hablo del azahar donde se ahorcaba el tiempo.

Hablo del trineo de altamares donde viajábamos

vendimiando el firmamento,

cuando ni la sospecha estaba de que cada ilusión

equivalía a una esquela,

y no había aún en el sentir otro remiendo que no fuera

del último relámpago.

Martes digo, pero también digo agosto, o digo acaso

infancia.

Cuando no tenía matemática el asalto, y sí claro

horóscopo,

cuando todo botín no lo era todavía del olvido.

Resulta en pérdida de fuelle mecanógrafo la lectura del poemario, con el que voy poniendo remedio a esta menta suburbial en que he dado, y en las navegaciones del muro frío pierdo la capacidad.

 

Echar humo y arder como una tea, entre el mobiliario mínimo y destimonado, sin salpicar ningún socorro.

 

Como un trasto inútil más. Como una cosa.

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