La Respuesta

La Respuesta

 

«Je hasarde une explication: écrire c’est le dernier recours quand on a trahi.»

Jean Genet

 

 

Era julio, a mediados de mes, mitad del verano, en medio de ninguna parte. Aquí está mi nuevo refugio. Para unos es el sur; el norte para otros. ¿Dónde quedó mi casa?

Este lugar cerrado y minúsculo me sobra y basta. Nadie me conoce, nadie viene a dar la lata. A solas con mi asesina he venido a morir la última muerte. Tiene nombre, fases definidas, numeradas y etiquetadas. El kit que la acompaña incluye un pastillero semanal de siete colores que chillan con solo mirarlos, más veintitrés prospectos en letra menuda, uno por cada píldora que meto en la boca a diario y que, tan pronto como la curiosidad agarró la lupa y comenzó a leer, recibió en castigo una merecida dosis de espanto. Y no  porque aquellas hojitas estuvieran escritas con más ambición que estilo, que también; no porque las cuartillas fuesen en toda regla un pliego de descargos (la responsabilidad, por descontado, es una obligación de otro); sino que fue precisamente al caer en el apartado de los posibles efectos secundarios cuando mis temores quedaron fundados y fundidos al tiempo. Allí, unos poetastros de laboratorio bajo el influjo sin duda de alguna droga prohibida, en una serie de composiciones perturbadoras, hacían alarde de una gran crueldad. Y como no quisiera restarles el mérito que merece su lírica y, sobre todo porque no me gustaría quedar por mentirosa, menciono aquí algunos títulos: Oda al vómito; Soneto a la escara; Décimas al regusto metálico; Réquiem por el caer de uñas y dientes; Canto a la insuficiencia respiratoria; Romance al coma o Epigrama al estreñimiento.

Hay que reconocerlo, los poemas eran buenos. El último en  especial. Aunque a la postre, tratando de suavizar lo feo del asunto, hice yo a mi manera una reinterpretación baudelariana: Recibe nuestro más cordial saludo a Paraísos artificiales. Ya que estás podrida, aliviaremos tu sufrimiento. Lenta, de forma gradual y, con tu permiso, procederemos a suspenderte las funciones vitales. ¡Hipócrita yonki, mi igual, mi hermana!

**

«Esto es lo que hay. Más nada», solía repetir una tía de mi madre. Sin resignación, sin apuro escondido en el timbre, ni lágrimas en el tono que la obligasen a bajar la cabeza, sin la menor sospecha de duda, de ira o de hastío. Los momentos de alegría tampoco conseguían variar el brillo de su voz. «Esto es lo que hay. Más nada». El carácter al igual que su dignidad se habían rebelado contra el vasallaje que exigen los afectos, con la resolución de quien tiene la mente despejada y únicamente confía en sí mismo. Si su voluntad tuvo algún punto débil, si una vez su corazón albergó ilusiones, ella supo guardarlas bajo pena de llave, en el vientre del baúl, junto al ajuar que nunca llegó a estrenar como una novia. Mi tía fue una Mujer-Montaña contra diez mil enanos. «Esto es lo que hay. Más nada».

Sábados de mercado. Me acuerdo de aquella primera parte del mundo.

Estamos las tres en  una cocina ciega de ventanas. El caldo lleva al fuego desde el alba. En la pared, a la derecha de la pila del fregadero, hay colgado un calendario con el mes fijo en una ilustración de San Martín de Porres. Del techo cuelga una bombilla asmática cuya intensidad sube y baja gracias a un motor que ronca en el cuartito de la azotea.

Antes he escuchado la puerta de la calle. He prestado oído simplemente porque hay que cerrarla con un golpe seco. Como muchas otras cosas, aquella puerta cerró siempre mal. Es mi tía quien llega. Va hacia la cocina. Aguarda de pie a que mi abuela termine de acomodarse a la mesa rectangular que quizás fuera de verdad tan larga como creaí de niña. Me siento a su lado. Bajo el asedio de una luz gelatinosa parecida a la grasa de gallina que flota desde hace horas en el caldero, mi abuela y yo atendemos las novedades del mercado.

Veo la escena como ahora veo mi mano deslizándose sobre esta hoja. A su paso deja una baba de signos.

Así, levantando al tiempo cejas y hombros, mi tía deshace los nudos de su moquero por donde escapa el tintín del metal que rueda sobre la superficie. «Por los huevos, esto. Por las coles y las alcachofas, esto».

Desde el otro extremo, con las manos escondidas en el regazo, quieta, acostumbrada a esperar y a obedecer a las asperezas del destino, la abuela y sus ojos de ratón bailan sobre la superficie en la que su hija le va haciendo las cuentas del pobre. Ella calla. Su silencio callado huele a hierbabuena. Ella vive.  Su vida dentro de un luto severo, de cuello para abajo desde… Para mí fue siempre. Ella observa. Del cesto lleno de aire, sus dos bolas vivas y brillantes saltan sobre el puñado de perras. Una por cada dedo de una mano alimentarán tres veces al día el hambre de doce. «Esto es lo que hay. Más nada».

Aquella tía materna que nunca leyó a Schopenhauer,  ni por asomo escuchó hablar de un tal Nietzsche, me enseñaría sobre la vaina de la vida más que todos los libros de quienes consideré maestros durante aquella edad difícil en que trataba de aceptar el cuerpo que me había caído en suerte. Esa imagen incompleta en el espejo me acompañaría para siempre en mis salidas al mundo. No, no fue a esa edad cuando recogí el testigo de su herencia. Antes de que maduraran sus palabras en mí, las que sin la menor sospecha, ella lanzara al espacio con la potencia de una pelota vasca y que, medio siglo después, yo recogería con mi guante trenzado; antes de que eso sucediera, como todos, tuve que aprender a vivir, a tocar fondo y a la vida verle el culo varias veces. Conocer el revés del derecho. Y renacer muriendo; como todos. Entonces fui capaz de comprender. «Esto es lo que hay. Más nada». Filósofa pura. De la purita práctica fue mi tía.

**

Ya sé, ya sé. Me he dejado llevar. No lo considero un defecto. Muy al contrario. Las desviaciones enriquecen el viaje. Las verdaderas historias yacen aún anónimas bajo tierra, en las cunetas, a lo largo de los senderos, en los caminos de cabras, entre los montes y en los pasos de frontera, yacerán hasta que otros del olvido hagan memoria. Además, dado el poco tiempo que me queda, haré cuanta digresión me dé la real gana. Digressio, luego existo, o algo parecido dijo un racionalista en latín o en francés, pero que yo sepa, todavía no ha aparecido el guapo que se atreva a llevarle la contraria.

Y esperando a la nada, el resto de ocupaciones han quedado pendientes, interrumpidas, vacías de significación. Aquí, el tiempo está tan lleno de tiempo… De la noche a luz, de la mañana  a la oscuridad. Lluvias entreveradas de sol, celajes entreverados de luna. Y en el impasse, me siento sobre este banco de pino en forma de herradura, junto a la ventana de mi habitación. No he puesto cortinas y las contraventanas permanecen abiertas. Desde este mirador en el que me imagino viajando en el compartimento de un tren de hace dos siglos, contemplo el paso de las horas en un jardín sin dueño.

Un día de julio, a mediados del verano, ¿ayer?, el alba me alcanzó antes que a otros. En el despertar de la luz, cuando esta alumbraba el preludio de lo que aún estaba por suceder, el naranja cúrcuma resbalaba sobre los pezones de la higuera y emborrachó el parloteo de los pájaros. Pronto comenzó a entibiarse el rocío, todos los perfumes de la tierra se confundían en el aire. Cansada como estaba, por culpa de mi compañera de vigilia, menuda estúpida cotorra, la conciencia. Abandoné mi puesto y me fui a dormir.

No serían más allá de las ocho. De pronto, unos golpes secos, imperativos, venidos del exterior. Alguien aporreaba la puerta. Fue al abrir los ojos que me topé con la Comedia de Dante. El libro lo tengo sobre la mesita de noche por si me entran ganas de rezar los pecados de mi propio infierno, el que continúa escribiéndose en un solo renglón. Tres nudos gordianos en busca de un desenlace aunque en mi caso, sin Virgilio que me guíe ni Beatrice que me salve. En sí mismo el cuadernillo carece de valor. Trufado de dudas desde el comienzo y, entre palabra y palabra,  abundan las contradicciones. Cuántas veces no habré pensado deshacerme de él. Romperlo en dos mitades, hacer jirones las hojas. Desaparecerlo, vaya. Terminar de una maldita vez con esa maldita línea. Pero no sale de mí. Falta lo que falta. Un final abrupto sonaría artificial, una cerradura fácil, en mi opinión –que yo por boca de otros no hablo–, que se ha dejado dominar el cansancio y las prisas, por la urgente necesidad de rematar la trama, visualizar sobre el papel ese grafo radical, sin máscara, concluyente, callado, humilde, apenas visible, liberador; el último punto.

Y es que para quien no ha hecho más que escapar en círculos concéntricos mientras sembraba incendios a su paso, argumentándose en circunloquios, negándose a voltear la cabeza para contemplar cómo se derrumbaba entera la casa al tiempo que mataba el amor y alumbraba la culpa, tal vez, y solo tal vez, después de tanto daño y tanta ruina, lo único que le quede sea tapiarse los labios para no vomitar un grito, aguantar el aliento en los puntos suspensivos, girando a tientas hasta alcanzar el límite de la última vuelta donde el vocablo enmudece porque ya nada vale. Quizás, y solo quizás, el silencio se haga oír hasta que nos estallen los tímpanos. Selah. Silencio. Selah. Es tiempo de salvación. Porque estoy hablando del oficio de la escritura. ¿De qué si no? ¿Hay algo más, acaso?  Este dolor y yo, antiguos amigos, mirábamos sin ver, fundiéndonos con la noche tuerta, peluda de demonios , que poco a poco iba acercándose a su destino. Un gorrión dio el aviso: ¡Es de día! ¡Es de día! Obediente, el pensamiento dejó de darle a la lengua. Juntos  decidimos recogernos, descansar un rato.

¡Qué mal despertar! El destino llama que te llama y el averno de Dante junto a mi cama…Experiencia que le deseo solo a tres personas en este mundo. Los golpes eran graves, en serie de tres, sonaban como el exordio de la Quinta sinfonía. Tan desacostumbrada estaba al ruido que hasta el cráneo empezó a dolerme.

¿Será la Parca o también hoy hará fiesta conmigo?, me pregunté.

«Sea quien sea es en extremo pertinazzz». El espíritu de mi padre detuvo la punta de su lengua contra las paletas. Le divierte hablar en cursiva y jugar con palabras muertas. Me contagió su amor por lo inútil, mi padre. Qué fortaleza en los nudillos, cuánta rotundidad en el golpe, qué obstinación. ¡Ya voy, ya voy! ¡Un poco de paciencia, por favor…!, dije en voz alta. ¡Con una pobre anciana!, ídem en voz baja. Me di risa. Reí entre dientes. ¡Ay! Pero, ¡qué bueno reír! Si es que la cosa tiene chiste. Ay, ay, ay, carajo. Graciosa que nació una…De quién heredaría el sentido del humor. «Palabradas…, qué vergoña… En este mal hábito, no fui tu ejemplo». Calla, calla, padre…Temprano para empezar a pelear.

Me calcé las gafas y las zapatillas. No atinaba con las mangas de la bata. Me la eché a los hombros. Con el equilibrio fuera de su sitio, la cara en desorden, y con una sensación de que el día venía de nalgas, me encaminé hacia la puerta. En el último momento agarré el paraguas por si acaso. Tiene una larga punta de metal que incluso a mí me da respeto. Y así, con el arma en ristre, abrí la puerta a traición. Si el pertinaz venía con intenciones de un Raskólnikov de tres al cuarto, se le cayeron todas al piso del susto que le di.

Era guapo, era joven, supuse además era inofensivo, aunque no se hubiera peinado, llevase la camisa blanca del uniforme sin planchar, por fuera del pantalón, y las zapatillas necesitaran un lavado, al menos su cuerpo desprendía un perfume reciente a jabón.

Me tranquilicé. Él, no. En gesto de paz, arrié las velas y regresé el paraguas a su sitio. Aún así, inseguro, el chico retrocedió un par de escalones.

—¿Qué maneras son estas de llamar, jovencito? —pregunté mirando a mi interlocutor por encima de la gafas, de la misma manera en la que años ha, despachaba a los lectores detrás del mostrador de la biblioteca.

—Lo siento. Me dijeron que la persona que vivía en este domicilio estaba algo sorda. Y por si todavía me quedaba alguna duda se palpó la oreja con la mano que tenía libre.

—¿Ah, sí? ¿Y quién dijo tal cosa?, ¿se puede saber? Que alguien pudiera conocer mi paradero me molestó, francamente.

—Ni idea, señora. Es lo que pone en el aviso.

—Pues que yo sepa, aquí vivo yo sola y, para mi desgracia, el oído lo tengo bien bueno.

El joven pasó por alto el comentario y fue a lo suyo. Quería hacer la entrega y largarse.

—¿Es usted bla, bla, bla? En voz alta leyó el nombre y apellidos registrados en el sobre.

—Sí, lo juro —dije, llevándome la mano derecha al hueco del pecho contrario. Entré en quirófano al día siguiente de firmar el divorcio. Ambos tumores resultaron malignos.

Me entregó el paquete. Por la caligrafía supe en seguida quién era. Sentí arcadas de agresividad.

—Pero, !¿qué mierda querrá ahora?! —dije.

El repartidor no disimuló su asombro. Y, a este ¿qué le pasa? ¿Es que tengo pinta de ser la bruja de Hansel y Gretel, o qué?  Intenté alejar el mal genio. Siendo justos, el chico no tenía culpa. Él no era el enemigo sino el mensajero. En ese momento, lamenté no haberme tomado antes el café del desayuno, le hubiese ahorrado mi aliento a cloaca. Mucho tendría que aguantar todavía la criatura. Algo infantil merodeaba en él. Podría tener la misma edad. Mi hijo cumple treinta y siete el quince de septiembre. En alguna parte estará, pensé. Que tenía que firmarle, dijo. Tal vez tuviera pareja, un bebé en camino y, a la vista de lo que se le venía encima, trabajara como un esclavo. La vida, ninguna bobada, dijo aquel. Volvió con la firma dichosa. Esta vez, impaciente y a un volumen realmente fuera de lugar. La gente no entiende qué es la vejez.

—Oiga, joven, es usted un impertinente. Me encuentro a medio metro y, vuelvo a repetirle, por si no me entendió, que oigo crecer la hierba. A ver, dónde tengo que firmar.

—Sobre este cacharro—. Señaló la máquina y me ofreció un palillo de plástico.

Es zurdo, pensé, como mi hijo.

«Es zocato el zagal, como el nieto».

Hice un garabato. Con mucho gusto le hubiese dibujado una casita con un sol barbudo, eso le pintaba a mi niño en la pizarra mágica. Reparé en lo delgado que estaba. Mi hijo también era un fideo, y muy alto. La espalda ligeramente en curva, los hombros hacia delante para soportar mejor su complejo delante de sus compañeros.

Arrojé el paquete al suelo, y con la punta del pie lo hice a un lado, hacia la pared. El chico me miró con lástima. Sé muy bien que no era a mí a quien compadecía sino al decrépito rabioso en el que podría llegar a convertirse. Egoístas que son, los jóvenes.

—Son libros —le expliqué para su tranquilidad—. Cuesta romperlos, aunque la mayor parte arden de maravilla.

—¿Vas a quemarlos? Hasta me convenció de que su inquietud era sincera.

—Puede —dije. ¿Por qué iba a mentirle? — Los libros no son ignífugos, Mijaíl.

—Me llamo…

—¡Shhh! — interrumpí. Cerré los ojos y el dedo índice selló mis labios—. Nunca, nunca, nunca —dije, agitando las manos en el aire—. A un desconocido jamás le digas cómo te llamas. ¡Tomaría tu nombre en vano! Estoy segura de que tu madre te lo ha repetido hasta el aburrimiento. Pero tú…, me parece…

—Yo no tengo vieja —contestó—. Soy huérfano. De Santa Ana.

Un breve silencio se interpuso entre los dos. He de admitir que, en ese momento, fui yo la sorprendida. Claro que si buscaba ablandarme, daba en hierro frío.

—Créame —dije—, vale más vieja no conocida que vieja mala por conocer.

 Arrugó la frente durante unos segundos. Abrió la boca. Una carcajada estalló en el aire. Me gustó el color de su risa. Azul, límpida, ingenua. Pensó que le hablaba en broma, el muy tonto. Hace mucho me quedó claro. Con mis semejantes me comunico mal.

Ya se disponía a marcharse cuando le dije:

—Espera un momento, Mijaíl o como te llames.

—Bueno, pero es que voy con el tiempo justo…

Le hubiera invitado a pasar al recibidor, a que esperara cómodamente sentado. Le hubiera acercado la mejor silla de toda la casa. El problema es que el único asiento que tengo está en mi alcoba. Y tal y como están los tiempos, mejor no dar pie a equívocos. Además, a saber en qué lugares se habría sentado el pantalón que llevaba. Resolví el problema dejándolo en el mismo lugar, aparcado en la puerta.

Fui a la cocina, me lavé las manos y me coloqué un par de guantes de cirujano. Cogí el cuchillo largo de sierra. A punto estuve de interpretarle una escena. «No seas tonta de capirote, niña». Mi padre tenía razón. En lo que canta un gallo, prepararé un bocadillo de jamón con tomate, al que le añadí apenas un chorrito de aceite, y lo envolví en una servilleta de tela. Después abrí el cajón para coger la bolsa de la merienda que mi hijo se llevaba al colegio. Metí el bocadillo. De haberla lavado tantas veces con lejía, el blanco de la tela se había amarilleado. Le gustaba el jamón serrano y el chocolate. Era un niño precioso, de ojos negros, cabello rizado, negro como la tinta, un angelito. ¡Cómo le gustaba regalarme besos y abrazos! Qué felicidad, el color de la infancia. Mi niño se ponía como loco con el jamón. El amarillento de la tela, como otras tantas cosas, ya no tenía remedio.

Exprimí dos naranjas. No sabía dónde servir el zumo para que se lo llevase puesto. Al final lo vertí en un vaso. Me quité los guantes. Entré en el dormitorio a por el monedero. Cogí el billete y lo guardé en el bolsillo de la bata. Regresé a la cocina y me lavé las manos. De nuevo me puse los guantes, tomé las viandas y reaparecí frente a él. Le ordené que se tomara el zumo en el momento.

—Las vitaminas se evaporan rápido —dije.

Obedeció como un niño. En seis buches bebió el líquido de dos naranjas. Me entregó el vaso con un gracias. Escudriñé el fondo.

—Aquí quedan tres gotitas de sangre —protesté.

Apuró el contenido hasta el final. Quedé conforme. A continuación le tendí el bocadillo.

 —El almuerzo —expliqué. La propina la reservé para el final—. ¿Tendrá suficiente para lo que queda de semana?

Miró el billete. Sus pestañas oscuras pestañearon tres veces. Reaccionó entre sorprendido y escéptico. Esta vez su risa llegó rozándome la mejilla como un beso. Poco me faltó para echarme a llorar.

—Eres muy amable —. Continuaba con el dichoso tuteo.

—No se fíe de las apariencias —dije—. Soy de las peores. Volvió a reír. Volvió a tomarme por chistosa.

Mi pie derecho tropezó con algo y perdí el equilibrio. A punto estuve de caer por culpa del sobre. En la distancia, Pandora y su caja de tormentos consiguieron aguarnos la fiesta. Mi antiguo resentimiento volvió a traicionarme y habló por mi boca:

—Bueno, chico, te he dado de beber, te he regalado un bocadillo y dinero para chucherías. ¿Qué más quieres, lindo cuervo? ¿Mis ojos? ¡Ni que fueras mi hijo! —dije, en un tono cortante.

Fue fácil. Herirlo fue fácil. La sonrisa desapareció, se puso rígido y me dio la espalda. Mejor así, pensé, de nuevo extraños, sin debernos nada.

Comenzaba a descender las escaleras cuando se detuvo en el tercer escalón. Se giró y alzó la vista, buscándome. Le habían salido manchas rojas en la cara.

—Espero se mejore de lo suyo, señora —dijo, palpándose la sien—. Y, por cierto, me llamo Joaquín.

Reanudó la marcha. Vi cómo desaparecía. Un terrible vacío me atravesó el cuerpo de lado a lado. Se me hizo insoportable. De nuevo la vieja agonía del fracaso, aquel amor que devasté tras mi huida. Como pude salí al rellano. Agarrándome con fuerza al pasamanos, asomé la cabeza por el hueco y grité:

—¡Joaquín, espera! ¡Por favor! ¡Espera, hijo! No sabía cómo retenerlo. ¡Solo quiero saber si…! ¿Volverás? ¿Vendrás a visitarme algún día? ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme, Joaquín? —Fue lo último que me dio tiempo a preguntar.

Sus pies se alejaban a toda prisa, de dos en dos bajaron los cuarenta y nueve escalones.


Iustración de Yenny Delgado Batista

  • Yolanda Delgado Batista

    Nací en Las Palmas de Gran Canaria un 29 de marzo de 1967. Era miércoles. Estudié Publicidad y Relaciones Públicas, y un Máster en Biblioteconomía y Documentación en la Universidad Complutense de Madrid. He trabajado en televisión como documentalista, redactora, guionista y directora de contenidos. Colaboro en distintas editoriales e instituciones culturales como traductora, editora literaria y lectora de manuscritos. Mis artículos periodísticos sobre temas culturales han aparecido en El perseguidor (suplemento del Diario de Avisos de Tenerife), Revista Turia, Read Russia, Russia Beyond, Washington Post, Aventuras na Historia (Brasil) y Revista Letras Libres (México). Publicaciones: Antología “Cortos de cine” (Alfaguara infantil, 2003). “Cambio de coche”. Relato en Antología México-canaria (Ed. Baile del Sol, 2014). “Puro cuento” (Ed. Baile del sol, 2016). "Antes de arrojarse al mar, la señora Brown fue a misa" (Ed. Baile del Sol, 2018). Vivo en Francia.

  • Mostrar comentarios (0)

Your email address will not be published. Required fields are marked *

comment *

  • name *

  • email *

  • website *

cuatro × tres =

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Ads

Te puede interesar

Relatos, Microrrelatos, Prohibido fumar,

Prohibido fumar

El dedo se le queda pegado al encendedor, el cigarrillo a sus labios, y ...

locutorio, Martín Parra, relatos

En el locutorio

La tesis de esta narración es más bien burda: ¿cuántos os sentís huérfanos de ...

El escarabajo

Daniel tenía seis años cuando disputó su primer partido como delantero titular, y fue ...

El niño encadenado

¿Dónde están las cadenas? La respuesta del oráculo, al igual que la imagen proyectada ...

Nada-que-decir-Ficciones-Revista7iM

Nada que decir

Voy caminando paciente como si nada me hubiese ocurrido, que en su momento he ...

Junto al arroyo

Junto al arroyo Maríe Yuset —Sí, ¿diga? —Luis, cariño. Estoy esperándote. Tengo tantas ganas ...