Feminismo líquido

Está el terror de ser despreciadas, discriminadas, maltratadas, violadas, asesinadas. Con él deben convivir tantas personas por el simple hecho de nacer o vivir como mujeres. Y está el terror de la toma de conciencia sobre uno mismo como potencial maltratador, violador o futuro asesino por haber nacido y crecido hombre. No son equivalentes y posiblemente cuente poco el segundo frente al primero, pero ambos están ahí y nos hacen actuar de una manera u otra.

Parece haber consenso sobre el hecho de que, de una u otra forma, todos los hombres somos cómplices en este estado de violencia constante hacia las mujeres. Y sobre que la estructura patriarcal nos es querida, o al menos cómoda, porque no hacemos lo suficiente para que la cosa cambie o simplemente porque desconocemos qué es exactamente el patriarcado, el papel que jugamos en él, su alcance real en la sociedad y cuál es el modelo que lo puede sustituir.

Así que lidiamos con la sospecha de que algún tipo de determinismo genético y social, quizá una mezcla de ambos, puede convertirnos en hombres despreciables en una sociedad que podría ocultar, en algunos casos, nuestras faltas y crímenes contra las mujeres.

Cuando nuestro empeño es vernos como buenas personas y biempensantes respetables, la postura más fácil es declararse un hombre culpable mediante el procedimiento de no disentir, aceptar y sumarse a lo que manifieste cualquier persona que se declare feminista, aunque no se compartan totalmente sus argumentos. El asunto se complica cuando alguien no quiere declararse, ni que lo declare nadie, ni culpable ni inocente ni víctima. Y si a eso se le suma el empeño en dudar o disentir, el enredo es tremendo. Muy a menudo, lo que pretende ser un ejercicio de reflexión se convierte en una manifestación negacionista del feminismo a ojos de los vigilantes del pensamiento mainstream. El que disiente se convierte en culpable, aunque no lo confiese.

La mayoría de los hombres que he conocido coincide en el principio tan elemental de que cuando una mujer dice no, quiere decir no. Si quien niega ese derecho es un hombre, mujer, escritor, intelectual, influencer, filósofo, político, un colectivo o una manada, da igual. Si una mujer dice no, es no. Por supuesto, esta afirmación también es válida para cualquier persona, incluidos los hombres. En cualquier sociedad libre debería ser así, y si está por construir, destruyendo un modelo caduco, con más razón. Quienes niegan que un no es un no, no lo hacen solo respecto a las mujeres, sino también respecto a los hombres.

Si me resulta extraño comprobar que algunos hombres no han interiorizado los principios que defiende el feminismo como propios, también me lo es observar que otros, incluso más jóvenes, se han dado cuenta hace pocos meses de la situación de las mujeres en nuestra sociedad y abrazan cualquier gesto con la etiqueta feminista como interesante, aceptable y no criticable.

Algunos confiesan que no habían caído, por ejemplo hasta el día de la celebración de la gran manifestación feminista del 8 de marzo de 2018 y en los días previos a la de 2019, en el hecho de la falta de mujeres en las reuniones a las que acudían, en la dirección de sus propias empresas, en la toma de decisiones importantes, en la brecha salarial o en el ninguneo al que son sometidas las mujeres en algunos ámbitos sociales. Me pregunto cómo es posible que algo que todos conocemos desde hace años haya pasado desapercibido para hombres supuestamente más ilustrados e informados. Puede ser que tampoco sepan nada sobre el racismo y los siglos de esclavitud de los negros, ni sobre el Holocausto, ni la Nakba palestina, ni la incertidumbre laboral, ni la pobreza infantil, ni la pederastia clerical.

Pero, como ya sabemos que el patriarcado hace a los hombres no fiables y también desconfiados, parecería que lo importante en sus declaraciones no es la revelación y la toma de conciencia de la situación de las mujeres en nuestra sociedad, sino el poder liberador de la confesión. Algunos de sus discursos parecen una mezcla de epifanía y exculpación. Confesar el delito, el pecado o la falta acerca el perdón, al tiempo que supone una eficaz prevención de futuras acusaciones por el acto ya confesado.

Estos hombres confesos son considerados y aceptados como varones valientes y vanguardistas que han decidido comenzar el proceso de deconstrucción de su masculinidad —sea lo que sea— frente a los que, supuestamente, no se atreven. Es lo que tiene creer ciegamente en esa identidad colectiva, lo que algunos esperan de tu comportamiento, lo que deberías ser, decir y hacer según dicta la tradición o la modernidad. Unirse a los acusadores, por mucha razón que tengan éstos, es más fácil que mantenerse en la sospecha.

Muchos hombres que han crecido considerando a la mujer y al hombre como personas completas, complejas, libres, iguales ante la ley, en sociedad, en familia; también crecieron con la duda de las posibles trampas que esa desconocida identidad masculina les pudiera tender. Algunos de esos hombres han dicho No a otros hombres y a otras mujeres que ejercen algún tipo de poder sobre otras mujeres y hombres. No a tener que obedecer o confesar ante un cura, un militar o un jefe. No a tener que declararse antirracista, pacifista, ecologista, etcétera porque a algún otro ser humano, grupo social o institución le parezca que deben ser etiquetados y aceptados mediante el rito de la confesión. Todos esos Noes significan también un No al patriarcado y un apoyo a los principios que defiende el feminismo.

Los principios de igualdad, libertad y sororidad-fraternidad no deberían ser incompatibles con no creer a pies juntillas en ningún dogma, por muy justo que parezca, y con la posibilidad de disentir. Los principios de algunas religiones pueden ser compartidos sin ser religioso ni  tener fe en ningún Dios. Algunos principios que se suponen pertenecientes a una ideología de izquierda o de derecha pueden ser aceptados o rechazados sin ser etiqueteados como comunistas o fascistas. Los principios del feminismo también, sin tener que renunciar a la libertad de expresión y disensión; ni exhibiendo un mea culpa social para ser unido al grupo y aceptado, compartiendo una liturgia sospechosa de cierto feminismo líquido.

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  • Gustavo Gil

    Las Palmas de G.C. 1965. Se licenció en Ciencias de la Información en Madrid y estudió cine en los EE.UU. y Cuba. Ha trabajado varios años como realizador y dirige la productora Conspiradores entre Madrid y Las Palmas de G.C. Cada vez tiene menos cosas y más proyectos. El último es la revista 7iM, de la que es codirector. Por lo demás, se encuentra bien, intentando trabajar lo menos posible.

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