El apartamento

Un día con Carmencita, empresaria

El apartamento

Carmencita no asistió a ninguna charla para nuevos emprendedores. No necesitó consultar a ningún coacher que le dijera: Mira en tu interior y decide, porque yo no tengo ni idea. Carmencita utilizó los medios a su alcance con creatividad y eficiencia, y de forma legal, para ganarse la vida. No le puso a su negocio ningún nombre ridículo con ínfulas de exotismo, simplemente lo denominó apartamento, o apartamentitoporque tampoco hay que exagerar, dice—, situado en el barrio de Guanarteme, a veinte metros de la playa. Así figura en la nota que redactó ella misma y que su hija no quiso corregirle porque le pareció que lo simple siempre es más eficaz. Luego lo publicó en Internet, en un ejemplo de habilidad tecnológica para una inmigrante digital ya talludita.

No dispone de oficina formal. En su salón tiene un teléfono fijo al que solo llaman sus vecinos, sus hijos, sus nietos y la señorita de las citas del Negrín; es privado. Al lado de la tele, junto a las figuritas de porcelana brillante de una chica que lee, un labrador y un caballito encabritado, tiene dispuestos los retratos de sus cuatro nietos por orden de aparición en el mundo y un florero con esterlicias porque son tan bonitas. En una de las baldas del mueblecito, su vecino Carmelo, el hijo de Carmelito el carpintero, le improvisó un escritorio con una tablita de contrachapado y unas bisagras doradas preciosas, lo que le permite recoger la mesa cuando no tiene trabajo y cuando vienen los chiquillos a casa. Ahí es donde tiene su portátil, un Acer desactualizado, pero que conserva la capacidad de conectarse a la Red y acceder a su cuenta de la plataforma de alquiler en unos treinta segundos. En ese tiempo, a Carmencita le da tiempo de pensar en sus nietos, contemplar las esterlicias y el retrato de Bill Gates que uno de sus nietos le pegó en la madera dibujándole una aureola en la cabeza. Ella dice que una vez vio en Youtube una discusión sobre quién era Dios, si Gates o Steve Jobs. Cuenta que le pareció un sacrilegio, y que también la pegatina le creó un dilema de fe, pero como conserva todos los dibujos de sus nietos, ahí lo dejó.

¿La primera vez que recibí a mis inquilinos? Ríe y me cuenta:

—Esa noche apenas dormí. Yo creo que fueron los nervios y el Sintrom. Y digo yo, que por verme empresaria…

Ahora se la ve más suelta y mejorando el servicio. Esta mañana temprano, tras la visita diaria con las amigas a la Virgen del Carmen, al otro lado de la playa, se dirigió al supermercado, compró una botella de Firgas con gas y otra sin, una manilla de plátanos y una papaya pequeña y madura. Luego se acercó al chino de la esquina y le pidió un par de escudillas pequeñas de desayuno. Porque los chicos extranjeros toman cereales con leche, dice. Y me cuenta, algo enfadada, que cuando volvió a casa se encontró con un coche aparcando justo delante de su zaguán, sobre la acera.

—Buenos días, mi niño—le dijo al conductor—. ¿Tú me dejarías espacio para entrar y salir?

El chico miró a su alrededor, calculó y le dijo que no había demasiado espacio, que tenía que pasar la guagua, y que no tenía otro sitio para aparcar. Carmencita no se resigna, pero tampoco discute. En realidad sí hay aparcamiento, pero hay que pagarlo y está situado a unos cien metros y, por norma, los conductores no están dispuestos a desembolsar un euro teniendo espacio sobre la acera, ni tampoco a caminar.

—Es que el barrio no está para andar por las aceras —dice—. Para el ayuntamiento solo existe el paseo de la playa.

Carmencita arregla su casa terrera: dos cuartos de dormir, salón, baño, cocina y un patio con geranios, siemprevivas, helechos… y eso es una retama del Teide. Fíjate, qué linda. No sé ni cómo se da tan bien aquí. Me la trajo mi hijo, de Tenerife. Vive sola, pero se apaña. Pero cómo ya no está para esfuerzos exagerados, le encarga a su vecina Lucy la limpieza del apartamento en alquiler, construido en la azotea. La vivienda es pequeña: un salón con cocina, una alcoba, un cuarto de baño y una terracita desde la que se ve la playa. Lucy la compone rápido, además de limpiar, cambia las sábanas, pone toallas limpias y vigila que la despensa tenga siempre azúcar, sal, aceite y una botella de ron miel que a Carmencita le gusta ofrecer a sus huéspedes, además de la fuente con fruta. Por ese trabajo, Carmencita le paga 25€ cada vez que va, en negro, porque Lucy está en paro y con dos chiquillos, no puede ser autónoma como ella. Una vez lo fue. Junto a su marido Roberto montó un negocio de repuestos de automoción. Él fue mecánico diez años en el Taller Almansa y sabía de eso. Funcionó tres años, luego la competencia de los servicios oficiales de las marcas y la eficiencia de Hacienda los hizo desistir.

—Ahora están pensando en vender la casa que heredó ella —me cuenta—. Todo el barrio está en construcción. Parace que todo el mundo quiere vivir aquí.

Lucy comenzó a trabajar de camarera de piso en el Sur. Roberto se metió de taxista para un flotero que tiene dos casas en la capital, dos apartamentos en el Sur y el capricho de comerse un bocadillo de calamares en el Bosmediano todos los viernes. Ahí aprovecha para pagar a Roberto y le recuerda cómo comenzó de cero, trabajando como un negro, desde abajo. Y termina diciéndole que para llegar a votar al PP hay que trabajar mucho, carajo, y duro. Carmencita intentó llegar a un acuerdo comercial con él para ofrecerles taxis más baratos a sus inquilinos, pero él le dijo que no, que eso era ilegal. Entonces Roberto y ella lo hicieron igualmente. Carmencita le daba la tarjetita de su taxi a todos y Roberto se convirtió en el chofer del apartamentito. Ella lo llama Ruber, mi pequeña empresa de transporte, y además le ofreció el puesto de contable, con la misión de pagar los impuestos correspondientes y escaquear lo proporcional cada vez que Ayuntamiento, Cabildo o Gobierno Autonómico le pusieran alguna pega sin sentido.

—¿Eso no es ilegal, Carmencita? —pregunto.

—Ser flotero, de esa forma, tampoco está bien, y Roberto tiene que comer.

Cuando comprueba que todo está listo en el apartamento, Carmencita baja a su casa. Luego llama a su hija y pregunta por los nietos. Haciendo los deberes están. Y su hija le recuerda que tiene que tomarse la pastillita del Sintrom. Que descansen, mi hija, dice. Cuelga, coge su pastillero, saca la pastilla y media del jueves, se la toma y hace una marca con bolígrafo en el plan mensual del tratamiento. Luego me mira y me pregunta: ¿Y qué más quieres que te cuente?

—¿Por qué se decidió por alquilar el apartamento?

—Lo que me queda de pensión no me llega apenas… pero además me gusta. Me siento activa, ¿sabes? Me entretiene y me gusta ver quien viene cada vez… por noveleriar.

Me cuenta eso mientras se prepara la cena: unas tostadas con mermelada de albariquoque y un té. Son las siete y media de la tarde, pero dice que le sienta mejor cenar temprano para irse ligerita a la cama. Me invita, me tomo un té.

—¿Usted sabe que dicen que el alquiler vacacional está haciendo que suban los alquileres para la gente de barrio?

—Sí, mi niño, eso es así. Pero fíjate cuántas construcciones nuevas, ¿de quién son y a qué precio las venden? Hay un señor que se dedica a comprar apartamentos con dinero de uno de esos que está en la cárcel y que nunca devolvió lo que robó… ¿tú me entiendes?

—¿Y ese quién es?

 Carmencita me mira de reojo mientras apura su té.

—¿Tú no eres periodista? —me pregunta con cierta malicia. Luego se levanta, recoge el plato y las tazas y se las lleva al fregadero. Vuelve a la mesa y, con media sonrisa, me dice—: Se llama Melchor, Melchor Gaspar Baltasar— me pica el ojo y me pide que la acompañe a regar las plantas.

Me revela el nombre verdadero, pero me pide que ponga ese, le parece gracioso y así se evita problemas. Solo para que tú lo sepas, me dice. No tenemos pruebas, ¿verdad?

Mientras le echa agua a las macetas, me explica la historia de cada planta, las flores que darán en breve.

—A esos, a los que acumulan viviendas para especular, son a los que tienen que controlar. ¿No crees?

Cuando terminamos de regar, me dice que se recoge ya. Esa noche verá la tele hasta las doce o una de la madrugada. Primero los informativos. Mañana se manifiestan los pensionistas y ella quiere ir. Pasado mañana salen a la calle los de Mueve el Negrín, y también quiere ir. Escucha a Clavijo, que dice que le recuerda a uno de sus nietos, por lo formal que parece y la cara de bobillo, defendiendo a su consejero Baltar. Luego habla Baltar, que se le parece a uno de Barrio Sésamo, aunque no ubica bien el personaje que le viene a la cabeza. ¿Sabes?, con ese pelo y esas gafitas, no parece mala gente, ¿verdad?, me dice y ríe. Atiende a lo que cuenta el consejero y luego me pregunta que por qué son tan ambiciosos. Le digo que no sé, que debe ser lo normal, y le pregunto si va a votar.

—¿A éstos?, ni loca…—hace una pausa, pensativa, y dice de pronto—: El monstruo de las galletas, ¡ese es!

Luego, la presentadora dice algo sobre la ley de dependencia, comenta unas estadísticas sobre la pobreza infantil, una nueva convocatoria de manifestación a favor de la educación pública y da paso a los deportes. Carmencita me mira y me dice que eso ya no le interesa, que Las Palmas ya está en segunda.

—¿Le gusta el fútbol? —pregunto.

—No, solo la Unión Deportiva. No me gustan los futbolistas ni los entrenadores ni los presidentes ni los gritones…

—¿Entonces?

—No sé. Es raro, ¿verdad?

Carmencita guarda silencio por unos instantes, absorta en la pantalla, mientras hace zaping en busca de su novela. No quiero interrumpir su trance. Afuera comienza a llover y ella se tapa instintivamente con la colcha que siempre tiene en el sofá. Luego me dice: Qué lindas las esterlicias, ¿verdad? Le digo que sí, y que las figuritas también lo son.

—Y tú, ¿cuándo te vas? —me dice.

—Pues ya. Si usted quiere, ya terminamos.

—Si no te importa, sí. Mañana me levanto temprano, me llega una parejita de Hamburgo. ¿Sabes dónde es?

Asiento con la cabeza y ella continua:

—El domingo pusieron una película en la tele, y era allí. Mi hija me dijo: Mira, mamá. Eso es Hamburgo. Era lindo, todo verde, ríos y árboles. Y todos iban en mangas de camisa, muy guapos, rubios y altos. Y digo yo, ¿por qué ahorran todo el año para venir aquí unos días?

Mañana a los ocho llegan sus nuevos inquilinos. Cuando los acomode, irá con sus amigas a dar su paseo y visitar a la Virgen del Carmen.

—Siempre le pido lo mismo: por mis hijos y mis nietos, ya sabes. Pero mañana voy a probar a decirle que a ver si puede ser que coloquen bolardos en las aceras.

Carmencita ríe, se arropa con su colcha y me dice que cierre la puerta al salir.

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  • Gustavo Gil

    Las Palmas de G.C. 1965. Se licenció en Ciencias de la Información en Madrid y estudió cine en los EE.UU. y Cuba. Ha trabajado varios años como realizador y dirige la productora Conspiradores entre Madrid y Las Palmas de G.C. Cada vez tiene menos cosas y más proyectos. El último es la revista 7iM, de la que es codirector. Por lo demás, se encuentra bien, intentando trabajar lo menos posible.

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