Relatos, Fuentetaja-Las Palmas

Y polvo serás

Patricia Castellano

Al mirar su cuerpo inerte sobre la cama decidió romper su promesa. Siempre fue polvo y en polvo se convertiría. Ella se encargaría de que fuera nido, alimento y última morada de los que, como él, descomponían todo a su alrededor.

Fijó los ojos en su cara, observó cómo la carne se había pegado al hueso y recordó que en ese rostro se habían dibujado la ira, la sonrisa malévola y las miradas amenazantes. Bajó la vista hasta el torso. Había sido fuerte muchos años atrás, cuando su trabajo les proporcionaba las ansiadas horas de respiro para jugar despreocupados hasta que volvía a casa. Miró sus piernas, puro hueso. Sus rodillas, en las que sobresalían las rótulas que hicieron que fueran dos y no tres los que llevaran esa sangre podrida de odio y celos. Le vino a la memoria el recuerdo de su madre, sentada en el baño, con una bolsa de guisantes congelados en el pómulo y cierta cara de alivio, tal vez porque ya no habría otra boca que alimentar ni que romper por traer malas notas, o cualquier otra excusa. Dejó las manos para el final. Cuánto daño. Cuánto daño. Abierta o cerrada en puño. La veía alzada, pero nunca al golpear; siempre cerraba los ojos y solo percibía el dolor, tanto si recibía ella el golpe como si era otro el objeto de su furia. Observó todo el conjunto. Una carcasa vacía sobre unas sábanas gastadas de tanta lejía que, sin embargo, no conseguía borrar el olor a decrepitud que se iba transformando en muerte. Miró alrededor. Una mesilla con todo lo necesario para su cuidado, una silla para las noches en vela y un crucifijo en la pared. Se lo había hecho colgar dos años atrás, cuando el miedo al juicio, que sin duda llegaría, le hacía rezar en los momentos de delirio.

Lo miró por última vez y cerró la puerta al salir detrás del médico que certificó su muerte. No volvería a abrirla.

Llamó a la funeraria, encargó el ataúd más barato y las dos coronas que le correspondían. La operadora le dio a elegir entre varias opciones, ella ya había elegido. Sería enterrado.

Colgó y de inmediato volvió a marcar.

—Hola, Miriam —respondió su hermano al otro lado de la línea.

—Daniel. Ya está. Se acabó.

—Lo suponía. Solo llamas cuando pasa algo grave —hizo una pausa—. Es lo mejor que podía pasar.

—La funeraria está a punto de llegar, supongo que sobre las ocho estará en el tanatorio.

—Perfecto. Iré cuando acueste a los niños.

—Daniel…

—Dime.

—Es que…

—¿Qué? —le preguntó—. ¿Qué ocurre, Miriam?

—Nada, solo que… ¿Podrías avisar tú a los tíos?

—Sí, tranquila —contestó—. Miriam… Te has ganado el Cielo. Lo sabes, ¿verdad?

Cuando los empleados de la funeraria se llevaron a su padre, se dirigió a la cocina y puso una cafetera al fuego. Sería una larga noche, pensó mientras encendía un cigarrillo. Al volverse vio su tarjeta sobre la mesa. Juan Martín Mendoza. Abogado. Le dio la vuelta y echó un vistazo al número de teléfono escrito a mano. Miriam se fijó en la caligrafía cuidada y en la curvatura de los números, exacta a la de su padre. La rabia volvió a aparecer en forma de arcada. No sólo le había puesto su mismo nombre, además le pagó la carrera. La misma que se negó a pagarle a ella.

Juan Martín Mendoza. Se había presentado ante su puerta aquella misma mañana como hijo de su padre, no como su hermano. Rememoró la escena. Se vio a sí misma, apoyada en el quicio de la puerta mientras aquel extraño acariciaba la cabeza de un anciano delirante que, entre lágrimas, le decía lo mucho que le quería, lo mucho que se parecía a su madre. El amor de su vida…

Tú siempre fuiste mi favorito.

Juan se mantuvo a su lado, mirándole con ternura, hasta que el anciano se durmió. Miriam, de brazos cruzados junto a la puerta, pensó que, visto desde fuera, resultaba una estampa hermosa.

Luego le acompañó hasta el recibidor.

—Vendré a verle a diario, si no te importa. Espera —palpó los bolsillos de su chaqueta—… ¿Tienes un bolígrafo?

Cogió el lápiz con el que anotaba las citas médicas en la agenda. Se lo tendió. Él se apoyó sobre el aparador y garabateó algo al dorso de una tarjeta de diseño minimalista. Muy elegante, pensó Miriam.

—Aquí tienes mi número —dijo Juan—, por lo que pueda pasar.

Miriam cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Estaba a punto de tirar la tarjeta a la basura cuando oyó que su padre la llamaba desde el cuarto. Dudó. Finalmente, la dejó sobre la mesa.

—Voy —contestó, resignada. Miró el reloj. Tocaba cambio de postura.

—Duele —gimió al verla entrar.

Miriam lo destapó. Con cuidado retiró la almohada bajo los pies. Ahí estaba, una llaga en el talón. Un nuevo castigo divino por tanto daño. Empapó una gasa en yodo y, sujetando la pierna en alto, lo curó, dejando vagar sus pensamientos. ¿Sabría su madre de la existencia de aquel bastardo? Buscó en su memoria algún detalle, algo que se le escapara. Nada.

—Juanito…

—Ya se fue, papá. Volverá mañana —dijo, con voz monocorde.

—Juanito. Qué guapo es mi niño. Cómo le gusta que le haga cosquillas —sonrió, con la mirada perdida—. Cómo se ríe. ¿Lo oyes?

Miriam le bajó la pierna. Se alejó de él y lo miró fijamente.

¿Cosquillas, hijo de puta?

Dejó las cosas en la mesita. Tomó la almohada entre sus manos y se acercó a la cama. Se inclinó sobre la cara del anciano y presionó con firmeza. Sus brazos eran fuertes. Debían serlo.

Luego devolvió la almohada a su lugar, bajo las piernas de su padre.

Apenas había perdido la forma.


Fuentetaja-Las Palmas

Patricia Castellano (Las Palmas de Gran Canaria, 1980). Tras años de lectura de novela descubre, en 2016, su vocación por la escritura de relatos a través de los talleres de Escritura Creativa Fuentetaja.

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    Talleres de Escritura creativa en Las Palmas de G.C. coordinados por el escritor Carlos Ortega Vilas

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