Jerusalén: ruptura del statu quo

 “Miren como nos hablan del paraíso,

cuando nos llueven penas como granizo.

Miren el entusiasmo por la sentencia

sabiendo que mataban a la inocencia.”

Violeta Parra: Fragmento de “Qué dirá el Santo Padre”

 

El estatus de la ciudad de Jerusalén es uno de los temas más sensibles y complejos que, por agrupar elementos políticos, identitarios y simbólicos, trasciende desde el mero ámbito local hacia el espacio regional e incluso el transnacional y, en suma, mundial.

Además del prolongado enfrentamiento entre la ocupación colonial israelí y la población autóctona de Palestina en el terreno político, en el confesional se advierte que cualquier alteración del statu quo de Jerusalén puede herir las diferentes sensibilidades que confluyen en torno a su consideración como Ciudad Santa por las tres grandes religiones monoteístas (Judía, Cristiana e Islámica).

De ahí que las protestas por el reconocimiento estadounidense de Jerusalén como la capital de Israel no se reduzcan solo a la población palestina, sino que también han tenido cierto eco regional e internacional. Toda una serie de actores se han distanciado de la medida unilateral adoptada por la administración Trump el 6 de diciembre, desde la Unión Europea hasta Rusia. Incluso el Papa Francisco pidió que no se cambiara el statu quo de Jerusalén. A su vez, la Organización para la Cooperación Islámica, que agrupa a 57 Estados (incluida Palestina), fue aún más lejos en su rechazo a la medida de Trump y, en contrapartida, reconoció “Jerusalén Este” como la capital del Estado (ocupado) de Palestina en la reunión celebrada en Estambul el 13 de diciembre.

La acción unilateral de Washington añade un agravio más a los muchos que sufre una región muy subordinada a la estructura de poder en el sistema internacional; además de debilitada y asolada por toda una sucesión de crisis, tensiones y conflictos sangrientos, sin apenas energías para secundar una movilización generalizada, más allá de algunas protestas simbólicas y puntuales. Obviamente, esto no niega que semejante cúmulo de vejaciones sume más presión de la que se pueda contener, se vuelva eventualmente en contra de la frágil estabilidad de algunos países, o sea instrumentalizada por fuerzas extremas y violentas e incluso por algunos Estados en su rivalidad regional.

Es muy probable que en los cálculos de Estados Unidos se haya contemplado tanto estos posibles riesgos como otros, pero también las mayores ventajas u oportunidades de implementar dicha decisión ante un entorno tan fragmentado y debilitado como el actual Oriente Medio. Sin olvidar que también ha podido contar con cierta connivencia por parte de algunos regímenes árabes. De lo contrario, si hubiera existido una oposición frontal de sus propios aliados regionales, es muy probable que esta decisión se hubiera postergado una vez más, como ha sucedido anteriormente con otras administraciones estadounidenses e incluso —en un primer momento— con la presidida por el propio Donald Trump.

Todo apunta a que Arabia Saudí, junto a Emiratos Árabes y Egipto, ha podido jugar un importante papel en esa dirección. Así se deriva, entre otras manifestaciones e indicios, del cambio de discurso en algunos medios saudíes en torno a la cuestión de Palestina e Israel, que jamás hubiera tenido lugar sin el consentimiento de la censura y la cúpula del poder; de la renovada confianza en la alianza entre Riad y Washington después del distanciamiento saudí durante la etapa de Obama; y, en particular, de la prioridad que cobra en Arabia Saudí la confrontación (por delegación) con Irán, en la que Israel se percibe como un aliado importante, por no decir que imprescindible.

Lejos de contribuir a la paz como retóricamente manifiestan a dúo el presidente estadounidense y el primer ministro israelí, el reconocimiento estadounidense de Jerusalén como la capital de Israel y el consiguiente traslado de su embajada a dicha ciudad es un ejercicio unilateral y parcial, que descalifica a Estados Unidos como un mediador honesto —si es que alguna vez lo fue— en la resolución de este conflicto; además de alejar el objetivo de la paz, debido a que satisface las demandas de la potencia militar ocupante en detrimento de los derechos de la población ocupada.

No menos importante ni ajeno a todo este revuelo es que el Estado que adopta semejante reconocimiento es la primera potencia mundial (o hiperpotencia) y, por tanto, su capacidad de influir en el comportamiento de otros actores estatales no puede ser pasada por alto. Su acción sienta un precedente destinado tanto a ser secundado por otros Estados como a cambiar el actual statu quo internacional sobre Jerusalén.

En la resolución 181 (II) de las Naciones Unidas, adoptada el 29 de noviembre de 1947, unido a la partición territorial de la Palestina histórica en dos Estados, uno judío y otro árabe, se estableció también un régimen internacional para la ciudad de Jerusalén. Tras la primera guerra árabe-israelí (1948-49), la ciudad fue dividida por la línea del armisticio trazada entre Jerusalén Oeste en el lado israelí y Jerusalén Este en el lado árabe. Esta parte de la ciudad quedó bajo la administración jordana hasta la ocupación israelí del resto del territorio palestino en 1967, que comprendía la franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Desde entonces los sucesivos gobiernos israelíes emprendieron una escalada colonizadora en dichos territorios. Jerusalén Este fue, en particular, objeto de una incesante expansión colonial, con el establecimiento de toda una serie de nuevos asentamientos de colonos judíos (hay actualmente unos 200.000 en Jerusalén Este), ampliados a las aldeas colindantes y vecinas de Cisjordania, mucho más allá incluso de los límites municipales.

Así se configuraba un anillo alrededor de Jerusalén Este, que aislaba la ciudad territorialmente de Cisjordania, al mismo tiempo que transformaba su demografía con la creciente judaización de esta parte de la ciudad y la reducción de su población autóctona al 37 por ciento actual. Sus habitantes palestinos, unos 330.000, son considerados como “residentes permanentes” y en cualquier momento pueden ver revocada su residencia como ha sucedido con más de 14.000 desde 1967, forzados a abandonar la ciudad, como documentan organizaciones israelíes de derechos humanos. Sin olvidar la sistemática política de discriminación de la población palestina que, pese a pagar los mismos impuestos, no recibe los servicios ni prestaciones que los israelíes en una clara práctica de apartheid. Por el contrario, toda una serie de duros obstáculos y continuas trabas son impuestos de manera cotidiana en los diferentes ámbitos (tierra, vivienda, educación, sanidad, trabajo, residencia) para alentar el abandono de la ciudad en una sutil y silenciosa transferencia de población o, dicho en otros términos, de limpieza étnica.

En esta tesitura, la apuesta de Trump rompe con el consenso internacional sobre el estatuto de Jerusalén, que debería resolverse de manera definitiva en la fase final de las negociaciones entre palestinos e israelíes. También invierte la trayectoria de la propia política exterior estadounidense en esta materia, pues si bien fue el Congreso el que adoptó esta iniciativa en 1995, en la práctica todos los presidentes anteriores (Clinton, Bush y Obama) han respetado y mantenido el consenso internacional.

Con la implementación de esta iniciativa, Trump parece negar la posibilidad de un Estado palestino con capital en Jerusalén Este, una de las líneas rojas que ninguna dirección política palestina podrá rebasar por muy moderada que sea. En consecuencia, socava y debilita la estrategia de moderación diplomática del presidente palestino, Mahmud Abbás, que apuesta incansablemente por una solución negociada y pacífica del conflicto sobre la base de los dos Estados. Esta opción es la que más consenso y respaldo internacional suscita (y que, en teoría, hasta ahora Washington también suscribía).

Paralelamente, la administración Trump remite un mensaje de respaldo a la política colonial israelí de hechos consumados que, asentada en la superioridad militar, busca consolidar sus conquistas territoriales, al mismo tiempo que desprecia el Derecho internacional, con su reiterado incumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas, así como de otras normas y convenciones internacionales.

En suma, como señala el historiador israelí Avi Shlaim, catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la Universidad de Oxford, en una obra clásica, El muro de hierro. Israel y el mundo árabe (2001), una constante en el movimiento sionista desde sus inicios fue amparar su proyecto colonial bajo la sombra protectora de una potencia mundial. Si durante la primera mitad del siglo XX fue Gran Bretaña la que otorgó la “carta colonial”, mediante la —ahora centenaria— Declaración Balfour, en 1917, para la colonización sionista de Palestina bajo Mandato británico, desde la segunda mitad del mismo siglo ha sido Estados Unidos la potencia que ha cumplido esa función. En esta dinámica, la decisión de la administración Trump parece destinada a completar ese sueño colonial y garantizar su inmunidad internacional.

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  • José Abu-Tarbush

    Profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en el mundo árabe con especial seguimiento de la cuestión palestina. Blog del autor: https://www.tendencias21.net/mundo/

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