Dog Café, Rosa Moncayo, escribir

Escribir la quietud de una cama

Rosa Moncayo publica su primera novela, Dog Café.

Escribir como se lastra uno de proposiciones declinadas. Del mismo modo. Escribir como habiendo abandonado un escenario de cuyo andamiaje eras eje; seguro en el avance y seguro (segura, hoy) de estar prestigiándote en el redoble de cola que atrás dejas, surco de rumores y exigencia de acuerdo.

Separándote del jaleo.

Porque en Rosa Moncayo no veo yo una moza de cuerda de nada. No quien se haya decidido a la literatura sosteniendo compromisos de continuidad o sonrisas tras de brindis. Está aún a tiempo. Detrás de las horas en punto, de las citas a tiempo, tenemos largo el cúmulo de “comprometidos”: ajustan sus relojes como para el concierto estrella, el derbi del momento, y en el codeo frente a la entrada graban sus iniciales. ¡Qué rápido el colofón!

Todos a una por esa soñada certificación de méritos.

Sin embargo hay en Dog Café (Expediciones Polares, 2017) una pausa para armadura, una plata melancólica y luciente, que pule su autora en cortos capítulos en los que prima la alusión (sobre la explicación), el clima negro, la mirada madura del que intuye que las grandes cosas, públicas y vitoreadas, ocupan en verdad poco lugar en el espacio (frente a un coliseo de frío).

Entonces, empezamos a sabotear las miradas, los juegos de manos, la confianza; algunas conversaciones se volvían violentas y, al final, siempre nos arrepentíamos. Todo aparentó ser un simple acto de crueldad”.

Una narración en primera persona, en ocasiones aplomada de brevedad, que cifra la soledad de su protagonista, la joven Várez, en un entorno del que no logra participar plenamente. O del que no demanda plenitud (en un sentido claro, a mi juicio, de negación propia), pues que “nunca he integrado mi vida en una, no sé lo que se siente, vivo en un margen de hechos constantes, paralelismos que encajan uno dentro del otro y así continuamente”.

Un juego de muñecas rusas en el que vislumbramos las propias dudas vitales de la autora, en clave autoficcional, recurriendo a flashbacks memorísticos, referencias inequívocas a episodios de su vida (la estancia en Seúl, a la que ambas se trenzan, personaje y escritora) y a una estructura cronológica típica del diario íntimo.

Como el rocanrol, la autoficción is not dead. La autoficción es y seguirá siendo un molde para cristal de bohemia, una obsidiana de la literatura, piedra de toque de creación que trasciende la mera joyería (lo anécdótico), porque sin el bulto del autor, sencillamente, no hay ni estímulo ni apuesta ni objeto ofrendístico. Lo otro es divulgación. Seguir dando cuerda.

Lo cual no quiere decir que nos encontremos en puridad ante un texto autorreferencial; no es la sensación general que deja su lectura, la cual permite una disociación de las involucradas con respecto a la línea argumental; Rosa Moncayo parece observarse desde lejos, desde otro plano.

Y no sé si se felicita de su obra, de la entrada en la escena literaria. Habrá que preguntárselo a ella, que desde su incendio íntimo nos habla de quietud (aún posible).

Escribir, Dog Café, Rosa Moncayo
Dog Café (Expediciones Polares, 2017)

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