relato, Martín Parra, muerte

Muerte de Curzio B. (I)

Eran esos dedos una tenaza de gran precisión. Empezamos así. Salvaban todo obstáculo hasta crujir tres o cuatro palomitas y llevarlas a la boca, mecánicamente, en distancias no muy extensas, pues la bibliotecaria tendría de un extremo del brazo a la cara, como mucho, treinta centímetros. Era esa una biblioteca adscrita a políticas sociales de integración, y tanto en el turno de la mañana como en el de la tarde se alzaba el vuelo, al punto discapacitado (¿33%?).

La palomita como abanico al mundo de las instituciones, a la holgazanería, al desayuno prorrogable hasta el almuerzo, todo en abismos que me tenían al borde del sonrojo, frente a la recepción del sitio, acodado en el falso mármol.

−Voy a pedir que me devuelvan el ejemplar de mi última novela que doné. A qué molestarse…

Pero no me había entendido, la muy oceánida, de morro suelto y encías hinchadas y disgustosas, y erraba la captura de otro puñado de aperitivo, desparramándolo por la consola.

Entonces trataba yo de abrigar ánimo, esperanza (era una espera recurrente, diaria, con aquella disfuncionaria, y solía apagar el fuego así, empacándome ante el trámite de una nueva lectura): Dopico y el oxímoron, en esa ocasión, de Curzio B. Un libro que llevaba tiempo esperando. Lo acababan de recibir en la biblioteca y, además, llegaba a mis manos a tres semanas del fallecimiento del propio Curzio B., mi autor idolatrado de cuando el acné y los repliegues. Tenía la certeza de que a su lectura adeudaría mucho. Algo.

La excepción, sin embargo, no era la actualidad en sí de la obra. El ensayo (biográfico, sui generis) llevaba publicado más de veinte años. La excepción venía por otro lado, o la casualidad: recién llegado de unos viajes, mi colega de editorial Roldán Tuis me había traído la biografía más polémica que hasta entonces se había escrito sobre el propio Curzio B., la de Priscila Mumbrú, sabedor de mi afición por él, y como anécdota, porque había pasado una noche de borrachera con la autora, en París, y decía ser incapaz de sustraerse a ciertos detalles.

O sea que una cadena descendente de influencias, digerible a tres partes (cuatro, si incluimos a la Mumbrú) que terminarían por entreverse.

Pero yo esto no podía saberlo aún, claro.

De momento sabía, de mí mismo, que tenía un nombre, como identidad fiscal y eso, y que asociado a mi nombre, en otros círculos, se tenía frío, «no obstante pueda vérsele abrazando fuegos sin quemarse»… Referencias, en fin, que convenían en ocuparme cada lunes y cada martes, de un modo más injuriante a como lo he reflejado, si cabe, y que daban a aquel febrero aspecto de mes con traje aterciopelado, alusivo, un mes de bonanza lírica en mentideros y medios más o menos oficiales (porque hoy lo oficial ya solo busca la rentabilidad, aunque ésta venga de un grifo poco recomendable); se podía decir, cultivando la efigie idólatra, que mi nombre empezaba a cotizarse a la alza.

−No es posible el préstamo −recuerdo que escuché.


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