Canarias:

Si pensamos en Canarias, imaginamos unas islas en gran medida parecidas a estas en las que remamos. Unas porciones de tierra rodeadas de dudas por todas partes menos por una: un mar apacible y cabrón que nos devuelva imágenes y argumentos, la capacidad de vivir con el poder de la palabra, la precisión del lenguaje, la libertad de la metáfora, de la incertidumbre y la curiosidad; las dosis diarias de socarronería.

Imaginamos unas islas con más ciudadanos que patriotas, y que éstos tengan tanto de poetas como de matemáticos, que sean más bien prudentes al llamarse ciudadanos del mundo por respeto a los que no tienen carta de ciudadanía, ni siquiera en poesía o en sueños.

Hombres y mujeres que harían menos demagogia y que exigirían ejercer la soberbia necesaria para decidir amar sin que les expliquen cómo o a qué mundo, persona u objeto. Todos los amantes serían iguales ante la ley.

Las imaginamos con menos explicadores de esos que no distinguen entre ser, estar y sentir. Los que se empeñan en que su concepto de respeto, tierra, cultura o mundo sirva como argumento para decidir quien es y quien no es, quien tiene derecho y quien no a la propiedad de lo que llaman patria, tierra, cultura; sin consultar la legislación vigente, el diccionario o, al menos, los sentimientos ajenos.

Imaginamos unas Islas donde nuestras momias —y otros muertos de guerras y urgencias— sean admiradas y visitadas de vez en cuando, como quien visita a la abuela y escucha sus historias descifrando el misterio de las venas del dorso de su mano. Una tierra en la que se declare que la sangre importa en la medida en que se pueda disponer de unos cinco litros y esté sana. Condición indispensable para seguir vivos, regar el cerebro, pensar por uno mismo, observar la luna y cosas así.

Una sociedad de personas que lean la historia y pregunten y pregunten. Que dejen de llamarse víctimas con la misma soberbia con la que decidieron amar lo que les diera la gana. La ley y el sentido común los defendería siempre. Esa legislación sería sencilla: No podrán ser fundamento de privilegio jurídico el tipo de piel; pasear con mantilla por calles empedradas; rezar a ningún dios que no haya sabido ser hombre; aproximarse al contacto íntimo con personas de cualquier género y belleza; poseer un jardín con geranios en Schamann o una montaña sagrada en un páramo indescifrable.

Nos gustaría un paisaje donde no cupieran especuladores con banderas tricolor, que vendan la tierra, el sol y el mar al mejor turoperador de feria. Gobernantes que supieran distinguir idiomas, culturas, el todo incluido del todos incluidos, a un ciudadano de un voto. Que se quiten la chaqueta y se vistan con guayabera o bikini, que hagan la cama, limpien el baño, que bailen como Obama, con maracas y todo, y hablen y vivan como José Mujica.

Nos gustaría una República de las Islas Canarias —a falta de otra—, así, a bombo y platillo. Y una constitución que resuma la historia, aplique la sabiduría acumulada, e imponga como primer derecho de sus ciudadanos la búsqueda de la felicidad —en cantidades y calidades adaptadas al bolsillo del no consumidor—, tener derecho a soñar lo ingenuo, y permiso en el trabajo para bañarse en la playa a cualquier hora del día, que para algo la tenemos. Es decir, organizada bajo un régimen de libertad y justicia.

Habría un comité de sabios para redactarla, por supuesto, compuesto por gente de ciencias y de letras —en la República serían disciplinas compatibles y admiradas—. Tendría algunos representantes del mundo mágico que hace que lleguen a los mercados frutas, verduras, pescados y carnes, los que saben abrir la tierra y el mar. También de las alquimistas que transforman todo en sanconchos y potajes. Habría asesores, entre otros: luchadores y mandadores, puntales y estilistas, que se empeñen en que en los primeros párrafos conste la nobleza en la lucha y en la paz, que el chico puede ganar, el grande perder y ambos reír como hicieron El Faro de Maspalomas y Pancho Camurrias.

Serían necesarios los políticos, por supuesto, siempre y cuando se hayan quitado las chaquetas, hayan pasado por el detector de mentiras, por Hacienda —no la que estruja a los menos autónomos, sino una pública— y el examen de un comité de expertos en comunicación no verbal que sepa descifrar el tic del ojo, la sonrisa falsa, el desvío de la mirada, las manos nerviosas —su dictamen sería decisivo y concluyente—. Nadie podría sentarse a redactar la constitución sin haber leído a Vallejo y a Camus, al menos, para saber algo del dios hombre y mujer.

En el colegio, los niños aprenderían que la tierra es suya, que el sol y el mar también. Sabrían de la diferencia entre el bien y el mal con ejemplos adaptados a su edad: El mal es la hipoteca, la servidumbre. El bien es dormir la siesta en la playa.

Se trabajaría tres o cuatro horas al día, por lo que habría menos servicios de urgencia en los hospitales y se crearían los de las bibliotecas públicas.

Hablaríamos de los grandes hombres y mujeres que nos precedieron, que crearon arte, literatura, ciencia, belleza sin más. Y recordaríamos a los sacrificados injustamente, y también a los nefastos, que también son nuestros y nos conformaron tal como somos. Pero una meta sería recordar lo suficiente y no más de eso, es decir, no ser tanto recuerdo, sino sueño.

Podría haber una bandera, aunque no sería obligatoria ni necesaria. A nosotros nos gustaría blanca y que la pintaran los niños de infantil, no en una competición patrocinada, sino en una fiesta. Bastaría una sábana y dársela a los más pequeños del barrio. Serían todas diferentes, todas representativas, sin medidas ni pantone. La República necesitaría esa dosis de anarquía, salud e inocencia que nos recordara que todo está aún por hacer.

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