Spleen de Ramón (y sus vanguardias)

UNA IMAGEN DEL PECULIAR DESPACHO DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

Spleen de Ramón (y sus vanguardias)

De Ramón Gómez de la Serna guardo el recuerdo de aquel paseo entrecruzado de luz de febrero (¡espíritu lumne!) y mimos maquillados por la Plaza Mayor.

La última frustración me había lastrado en suficiencia de viejas coquetas y di en la calle un lunes a eso de las diez de la mañana, con el viento de todas las plazas salpicando el cuello de mi gabardina, como si en aquella altura de cigüeña se calmasen tempestades.
A Ramón le debo mucho, he de decir. El fondo literario de dos de la tarde, que me salva de los turistas y las excursiones de colegio (ahí damos obligado crédito a la cerveza también), y la metáfora borracha de sobremesa, el humor de greguería y la semblanza suya tan de burguesía y garbanzos con repollo.
Lo único es que a Ramón no le conozco yo estatua (una recreación de su despacho puede visitarse en Madrid, en el Conde Duque). A qué no ayudaría una estatua suya en esta ciudad. Pasa que por andurriales de escenario adoquinado descubro una nueva talla, en su estatismo de esquina-bajoiglesia, y cruzo los dedos en carrera como para ver si llego y el que me recibe es él, remordido de pipa y pantalón rayado de traje, que le hacía mucha pierna.
―¿Pero no veías que te hacía mucha pierna?
Y el alucinado Ramón de bronce me habría respondido que la pierna es la columna dórica del filósofo olvidado, y que a las viejas que saben pasear les gusta sentarse muy quietas en un banco de piedra, junto a un caballero de robustas piernas. Pero no hay talla de Ramón por ningún lado.
Yo le habría reconocido mucha puntería en lo de las viejas, de todos modos, porque era idea fantasmal recurrente y mi realidad de bolsillo medio lleno, la realidad de esas viejas en el galop de los bares de divorciados y las copas hasta el amanecer. En el último tiempo me había traspasado de misterio seduciendo a alguna señora de cierta edad, o dejándome seducir por ellas, por sus tocados de característico desdén, sobre la silueta derribada en la gravedad de la piel y en las horas muertas de psicoanálisis frente al espejo.
Siempre he sostenido que aquello empezó por una casualidad.

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