Juan Canino, la Prensa en rojo - Analógico - 7 Islands Magazine

Juan Canino, la Prensa en rojo

La gasolinera, el cruce, los críos adormecidos camino del instituto o de las guarderías cercanas. Él siempre está ahí, donde lleva treinta años repartiendo la prensa en apenas un minuto, lo que dura el semáforo en rojo.

«Las cosas han cambiado mucho… Ya sabes, el internet», nos cuenta. Va y viene, se aleja en cuanto se forma una pequeña cola de coches, de conductores apresurados, posibles clientes de la lectura todavía en papel. Conoce a casi todo el mundo y al revés, porque ahí se ha pasado más de media vida, con su media sonrisa, con la saca que ha enflaquecido con el tiempo. Los vecinos lo recuerdan con las alforjas repletas, incluso con un montoncito de periódicos a la altura del paso de peatones, por si tenía que reponer. Hoy no le hace falta, y su camisola es más llevadera, que no más rentable.

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Vende unos treinta periódicos diarios y nos repite: «Es que la gente, con el internet, ya no lee en papel. Yo sí, cuando tengo tiempo». Se le ha ocurrido muchas veces cambiar de trabajo, porque: «Es una profesión solitaria la de vendedor de prensa, pero es que no me sale nada, y con esto voy tirando…». Deja las palabras en el aire, llegan más coches, el semáforo en rojo, vuelve a hacer el recorrido.

Su andar es lento, gatuno, intentando no importunar. Sabe que a esas horas de la mañana es mejor deslizarse. En esos treinta años, ha aprendido que el intercambio debe ser rápido, pero su aparición lenta, lo justo para mostrar los titulares. A los niños, que no saben lo que es un periódico, les atrae su figura. Podría ser la de un pirata de moreno intenso, un pescador, un héroe que sortea los coches, simplemente, por puro riesgo. Hace años ya lo buscábamos antes de llegar al semáforo, desde lejos asomábamos la cabeza por en medio de los asientos para atisbar su chaleco de un naranja chichón, que antes era amarillo. Un punto de color cuando íbamos al colegio, cuando llovía, cuando íbamos a comprar el pan. Eso aún no se ha perdido, dice: «el pan y la prensa son sagrados», esa unión de buenas costumbres. Incluso, eran días en los que «podías vender lo que quisieras, hasta 250 periódicos en una mañana, sobre todo el día de la lotería».

También recorre las calles para entregar las noticias a domicilio. Y entonces falta algo: el guardián del cruce y la gasolinera, del Castillo de Mata y del parking nuevo.

Llega el día en que tus piernas han dejado de colgar y te ves al volante, y ahora sí bajas la ventanilla, aunque no sea para comprar el periódico, solo para saludarlo.

A los coches no les tiene miedo, pese a que alguno, con las prisas de hoy, lo increpa desde la ventanilla para que se quite de la carretera. A las palmeras sí. «Es que estoy aquí en medio y cuando hace viento miro para arriba, por si acaso. Le da un poco de miedo a uno». Y vuelve a alejarse para indicar a un conductor despistado cuál es la entrada al parking que antes no estaba. Pero, ni una venta. Ni de la parada de guagua de “los bobos” le compran para amenizar el trayecto.

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Está soltero y sin compromiso.  A sus 56 años, algunos le preguntan que cuándo se piensa jubilar. Él se ríe: «Yo no puedo, tengo que comer». Otros, los conocidos de parabrisas, lo saludan cuando pasan. Yo también lo hago. Nunca conocí su nombre completo hasta hoy, pero lo saludé siempre. Él también me reconoce sin habernos presentado nunca. «El escarabajo de toda la vida, y tú eras pequeñita», me dice, mientras saca un cigarrillo para hacer una pausa.

Fuma Krüger, es de Miller Bajo, baja caminando o con la guagua, y a las ocho de la mañana ya está allí, en el cruce de Paseo de Chil, frente a la gasolinera, frente al parking, con unos cuantos periódicos para vender.

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Fotografías de Miguel Aleacim

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