Alicia, con otras dos compas, junto a un mando de los Cascos Azules.

Alicia bajo las bombas (II)

Alicia bajo las bombas (I)

De la serie: Alicia en el archipiélago de las maravillas

El asalto a San Salvador

Un ingeniero civil contra un militar. Jose Napoleón Duarte contra Roberto d’Aubuisson. Ganó Napoleón. La sociedad salvadoreña permanecía dividida: campesinos, trabajadores, estudiantes y pobres en general, organizando protestas y solicitando el inicio de las conversaciones. La minoría rica, terratenientes, Ejército y Gobierno, al otro lado, confiando en que la nueva maquinaria bélica enviada por los vecinos del Norte ayudaría a erradicar a los subversivos. La sombra de la mano de los poderosos del país y de los EE. UU. decidió el ganador de aquellas elecciones de 1984. El enfrentamiento con el FMLN, las desapariciones y los asesinatos seguirían su curso.

Alicia y su familia intentaban comenzar una nueva vida lejos de Suchitoto, de los bombardeos y los operativos del Ejército.

«Al llegar a San Salvador, mis primos y sus vecinos nos ayudaron con ropa y comida hasta que, poco a poco, fuimos asentándonos y acostumbrándonos a la vida de la ciudad. Toda nuestra documentación se había quemado con la casa, pero mi hermana, que ya vivía en la capital, consiguió un permiso para ir al pueblo y nos trajo las partidas de nacimiento. Con los documentos, mi mamá pudo encontrar trabajo en una casa y matriculamos a los niños en la escuela al año siguiente. Nos fuimos estabilizando. Allí no había bombardeos, aunque, paradójicamente, nos sentíamos como pollos en un corral, tan lejos del campo».

Alicia también encontró su primer trabajo remunerado cuidando a los niños de una familia. Y, al año siguiente, pudo a ir al colegio por primera vez en su vida, en el turno de noche, al salir de trabajar. Corría el año 1985 y las huelgas y protestas de profesores, estudiantes y trabajadores eran continuas, por lo que solo pudo asistir a clase cuatro meses.

«Wilson, el padre de los niños que yo cuidaba, era profesor, y cuando supo que yo no sabía leer ni escribir me dijo: Tú eres inteligente, aprenderás rápido. Me ayudaba con las tareas de la escuela y me corregía la gramática, la ortografía. Me regaló un libro de cuentos, así de chiquito, para que yo leyera en casa. Un día me puso a leer el periódico y yo me di cuenta de que entendía lo que ponía. ¡Estás leyendo! ¡Ya sabes leer!— me dijo. Y se echó a llorar de emoción. Pues sí, me dije. La verdad es que yo también estaba sorprendida [ríe]».

La fe es un misterio, al menos para el que no la tiene. Se hace difícil comprender cómo alguien sigue creyendo en Dios con lo que ha visto y vivido, cuando la cúpula de sus representantes en la tierra, compartiendo la misma fe, parece haberla perdido. Doña Ángela es de esas personas: madre y padre a la fuerza, protectora y consejera de toda la familia y, por supuesto, depositaria de esa fe, quién sabe si en Dios o en una de sus promesas: en la paz que, tarde o temprano, debía llegar.

Cuando conoció a las monjas, Anabel y Teresa, tuvo la oportunidad de contar lo que tenía callado, lo que necesitaba expresar para espantar a los demonios y las pesadillas. Si hay que vivir con el diablo mejor mirarlo cara a cara, igual se espanta. Así que cuando las dos monjas le solicitaron permiso para entrevistarse con una persona en su casa, a ella no le extrañó la petición y dijo que sí. Alicia estaba allí aquella tarde.

«Resultó que ellas eran compas. Se habían salido de su congregación porque no estaban de acuerdo con la postura de la Iglesia ante el conflicto. Y la persona con la que se reunieron era Carlos, responsable de los Comandos urbanos del FMLN. Él me explicó lo que hacían y me dijo que necesitaban gente en la capital que no estuviera fichada por la policía. Así comencé a colaborar con la Guerrilla en la ciudad».

Comenzó organizando manifestaciones y huelgas. Luego la pasaron a coordinar la asistencia a los heridos en combate. La tarea consistía en trasladar de forma segura a los más graves a hospitales de la capital. Debía protegerlos de la policía y del ejército, dejarlos en las manos de algún doctor de confianza que arreglaba los historiales médicos para ingresarlos, y luego buscarles cobijo para su recuperación. No era fácil. Muy poca gente se arriesgaba. Era peligroso para toda la familia tener a un compa herido en casa. Pero siempre terminaban encontrando un lugar donde ocultarlos.

«Siempre contábamos con gente de la base que nos ayudaba. Buscábamos un coche, acordábamos un lugar de encuentro en las afueras y recogíamos a los heridos. Luego los llevábamos al hospital, rezando para no encontrar retenes militares en el camino».

Así pasó los cuatro años siguientes: salvando heridos, vigilando, ocultando el rastro. Y un día, Alicia sale a la calle y escucha que los vendedores de periódicos vociferan: Proclaman triunfo de Cristiani. Era la gran noticia del 19 de marzo de 1989. La victoria del empresario en las elecciones generales parecía abrir una vía real para los acuerdos de paz. Pero la esperanza duro muy poco.

Tanto el Gobierno como en el FMLN tenían sus disidentes convencidos de que aún la guerra se podía ganar por las armas. Boicotear los acuerdos era fácil. En octubre, un comando de la Guerrilla realiza un atentado contra el Ejército, pero mueren civiles inocentes, varios de ellos son niños. Días más tarde asesinan a la hija de un general de las FAES. La cúpula del FMLN no reconoce esos actos, pero el daño ya está hecho.

Semanas más tarde se celebraba una reunión del sindicato FENASTRAS (Federación Nacional Sindical de Trabajadores Salvadoreños). Lo presidía una mujer carismática, Febe Elisabeth Velásquez, que moría ese día junto a otros diez compañeros, todos reventados por una bomba. Era el tercer atentado que recibía el sindicato ese año, y el más efectivo. Por supuesto, el Gobierno eludió cualquier responsabilidad o connivencia con los autores: las organizaciones paramilitares —Las Brigadas de la Muerte, La Mano Negra y La Orden— apoyadas por destacados miembros del Ejército.

ATENTADO A FENASTRAS
Atentado en la sede del sindicato FENASTRAS. Fotografía por cortesía del Museo de la Imagen y la Palabra.
Atentado en la sede del sindicato FENASTRAS
Atentado en la sede del sindicato FENASTRAS. Fotografía por cortesía de MUPI.

En 1989, el mundo, tal como era conocido, se desmoronaba. La URSS se precipitaba en su disolución. El muro de Berlín caería en breve, el anuncio del fin de la historia. Los EE. UU. tendrían que inventarse un nuevo enemigo, que ya no estaría en su patio trasero —con la excepción de Cuba y Nicaragua—. Los ingenieros daban el último empujón a la creación del nuevo mundo: un invento que llamaron Internet y que prometía la Arcadia digital. Pero, por lo pronto, la guerra y la muerte seguían siendo analógicas, reales, en el mundo conocido.

La URSS ya no apoya a la Guerrilla, aunque le queda la ayuda de Cuba y de la Nicaragua sandinista. El Gobierno lo sabe. Y también sabe que a los EE. UU. ya no les preocupa la suerte del país, que la ayuda militar se acabará pronto. En esas circunstancias, el FMLN se ve debilitado en la mesa de negociación y decide demostrar su fortaleza con un golpe de mano. La ofensiva sobre la capital llevaría el nombre de Febe Elisabeth vive. Hasta el tope y punto.

«Entonces comenzamos a organizar la ofensiva del 11 de noviembre. Mi misión consistía en conseguir información de los objetivos. Paseaba con un compa, como si fuéramos pareja, por delante de los cuárteles y edificios del Gobierno. Contábamos cuántos soldados había protegiéndolos, el número y tipo de armas que tenían. Luego hacíamos un informe de los puntos más vulnerables para el ataque y lo enviábamos a los mandos superiores».

Guerrillero con fusiles incautados al Ejército
Guerrillero con fusiles incautados al Ejército.Fotografía por cortesía de MUPI.
Miembros de la Guerrila en la capital. Fotografía por cortesía de MUPI.
Miembros de la Guerrila en la capital. Fotografía por cortesía de MUPI.

La ofensiva no la esperaba nadie, al menos no el Gobierno, ni el Ejército. La Guerrilla, apoyada por campesinos, estudiantes y trabajadores, se las ingenió para distribuir armamento y organizar comandos en la capital. De la noche a la mañana, a algunos fallecidos les aparecieron nuevos familiares y amigos. En sus funerales y velatorios no se repartían estampitas en recuerdo del finado, sino las armas que llegaban ocultas en sus féretros. El amor también experimentó una explosión primaveral y se celebraron multitud de bodas en las que los invitados llevaron sus mejores “presentes” a los novios. En aquellos días previos al ataque, además de los permisos por bodas y defunciones de familiares, cientos de empresas tramitaron peticiones de vacaciones, bajas por enfermedad y finiquitos de sus trabajadores para unirse a la Guerrilla.

«Tomamos varios barrios: Mexicanos, San Ramón, Zacamil, Zoyapango y, sobre todo, El Escalón, que es el barrio de los ricos y que se consideraba prácticamente intocable. Yo seguía encargada de evacuar a los heridos y de abastecer a las bases que se iban instalando en las zonas liberadas —así las llamábamos—, para que tanto los compas como la población tuvieran alimentos. Fueron ocho días de combate y entonces se ordenó la retirada. Los aviones comenzaron a bombardear en las zonas liberadas y recibimos órdenes de la dirección para evacuarlas».

Miembros de la Guerrilla en el asalto a San Salvador
Miembros de la Guerrilla en el asalto a San Salvador. Fotografía por cortesía de MUPI.
Guerrillero en el asalto a San Salvador
Guerrillero en el asalto a San Salvador. Fotografía por cortesía de MUPI.

Había una guerra. Así que nadie se extrañó al escuchar los veinte minutos de disparos y explosiones, aunque procedieran de un lugar que distaba solo 200 metros de las casas de los miembros del Estado Mayor del Ejército y sus familiares, a 400 metros de la sede de la Inteligencia Militar y a 700 metros en línea recta de la sede del Estado Mayor.

Por la mañana encontraron los cuerpos desparramados por el suelo de la residencia. Los muertos eran el padre español Ignacio Ellacuría, cinco jesuitas más y sus dos ayudantes, madre e hija.

«El gobierno dijo que fuimos nosotros. Pero Ellacuría estaba de nuestro lado, hacía de mediador entre la Guerrilla y el Gobierno en las conversaciones de paz. Para nosotros fue un gran palo. No teníamos ninguna duda de su compromiso con nuestra lucha».

Había pocas probabilidades de que el Gobierno asumiera alguna responsabilidad. Tan pocas como las de que todo un ejército se quedara sordo aquella noche y no acudiera hasta la mañana siguiente al lugar de los asesinatos. Nada cuadraba. La tesis oficial era absurda y todos lo sabían. Y ahora, además, había un muerto español. Entonces llegaron los investigadores de Scotland Yard, el FBI y la Policía Nacional española. La conclusión a la que llegaron tampoco sorprendió a nadie. Cuando se hizo público el nombre del coronel Benavides como máximo responsable y el del batallón Atlácatl como ejecutor de la orden, los salvadoreños se preguntaron si era necesario traer a tanto especialista extranjero para contarles algo que ya sabía todo el mundo.

Los jesuitas habían dicho al pueblo creyente que no era verdad que tuvieran que sufrir en la tierra para ganar el paraíso en el cielo, que podían y debían revelarse ante los abusos del poder. Ahora, ese mensaje también lo compartían muchos gobiernos y la opinión pública internacional.

En los días posteriores a la ofensiva, Alicia supo que ya estaba fichada por la policía. No por su participación en ella, sino porque aparecieron fotografías suyas y de otros compas asistiendo al funeral de los sindicalistas de FENASTRAS. Uno de los muchos infiltrados que tenían en la seguridad del Estado se lo hizo saber.

«Me mandaron un papelito con un niño —así nos comunicábamos por seguridad— que ponía que me anduviera con cuidado, que estaba fichada. Ahí sí tuve que andarme con ojo y esconderme más».

De nuevo, la huída. Alicia y Anabel recorrieron varias casas de la ciudad. Dormían una noche y continuaban la fuga. Tras ellas llegaba la policía, que les pisaba los talones. Así hasta que consiguieron organizar su salida de la ciudad hacia el Cerro de Guazapa.

De nuevo en la selva

«Decidí irme a la montaña con la Guerrilla, y lo hice con buen pie [ríe]. El compa que nos guiaba y que conocía por donde debíamos caminar se despistó. Entonces, alguien me dijo: ¡No te muevas! Había pisado una de las minas que protegía el campamento. Bueno, me quedé a dos centímetros [ríe]. Por poco no la cuentas, compañera— bromearon. Y yo me dije: Pues, aquí llegué yo [ríe]».

Ya era conocida de la policía, así que estar en la montaña era más seguro que quedarse en la capital, al menos eso creía. Porque allí, en cualquier momento podría haber un operativo del ejército que los sorprendiera, un bombardeo, un accidente con las minas. Morir o caer prisionera, en eso pensaba Alicia. En lo que no se le ocurrió pensar fue en la traición.

«Al poco tiempo de mi llegada hice amistad con un compa. Nunca supe cómo se llamaba —todos nos conocíamos solo por nuestro nombre de guerra—, pero nos llevábamos muy bien. Y un día llegó Amílcar, el comandante de zona, y me llamó aparte para hablar conmigo.

—Mira, tengo que decirte algo. No te enfades, pero… ¿qué hablaste con ese que estaba contigo?

—Hablábamos del lugar donde yo vivía.

—¿Qué le dijiste?

—Que vivía en Mexicanos…

—¿No le explicaste más?, ¿le dijiste la zona exacta?

—No, nunca cuento eso.

—Ah, bien. Mira, quiero que sepas que es un espía del Ejército.

—¿Cómo?

—Pero, tranquila. Él de aquí no va a salir.

«Ese mismo día se lo llevaron. Le dijeron que lo iban a dejar en la carretera para que se fuera a casa y desaparecieron con él en el bosque. Al rato se escucharon los disparos. Luego, Amílcar vino a buscarme».

—¿Oíste los disparos?

—Sí.

—Pues ya puedes estar tranquila. Pero quiero que sepas que tenía información de la gente que está aquí y de la zona donde nos movemos. Él sabía que tú te veías con gente de la universidad. Un día te llamaría para quedar contigo y ya no la cuentas.

«Pasaba así muchas veces. Nosotros quedábamos habitualmente con nuestros contactos en la universidad para organizarnos. Muchas veces te decían: Desapareció fulano. Días más tarde aparecía su cuerpo con señales de haber sido torturado».

Guerrillera en un campamento del FMLN
Guerrillera en un campamento del FMLN. Fotograma del documental 10 años tomando el cielo por asalto. Cortesía de MUPI.
Guerrillero en un campamento de Radio Venceremos
Guerrillero en un campamento de Radio Venceremos. Fotograma del documental 10 años tomando el cielo por asalto. Cortesía de MUPI.

A las cinco de la mañana comenzaba la instrucción en el campamento. Ejercicio físico primero. Había que preparase para caminar días y noches por los cerros, correr perseguidos, perseguir al enemigo, empuñar un fusil de 4 kilos que Alicia no había tenido hasta ese momento en sus manos, cargar con todo el equipo por la selva. Luego venía el baño en el río, algo de paz, de recuerdos, de risas. Y después, la escuela: Técnicas de combate, táctica y estrategia, cómo afrontar la tortura. Qué hacer si caían capturados: Ofrecer resistencia o ceder. Cómo elegir: Si cedes, como mínimo vas a prisión. Si te resistes, no la cuentas.

«Era una decisión personal. Cada caso era diferente. A una compa la cogieron y la estuvieron torturando en un cuarto. Quién sabe por qué, quizá no estuvieran seguros, pero no acabaron con ella, solo la metieron en la cárcel de mujeres por dos meses. No fue tan duro como otros casos que conocimos: los habían quemado, les habían puesto aparatos… y salían medio locos. Sobre todo los hombres. Con ellos se ensañaban más».

Alicia había tenido la muerte cerca muchas veces. Vio morir a seres queridos, compañeros, amigos. Pero su peor pesadilla no era la muerte, sino caer presa, ser torturada. A veces el miedo es como una droga: Cuanto más tienes, más seguro te sientes. Incluso para burlarlo con el humor.

—Alicia, si vamos al combate y vemos que te capturan, ¿qué hacemos?

— Dispáreme, compañero. No me deje viva.

—¿Por qué?

—Imagínese, ese montón de hombres. Lo primero que hacen es violarte si eres una mujer.

—Usted lo disfruta —ambos ríen— y deles toda la información que le pidan. Invéntese cosas. Pero nunca nos venda, compa. Nunca nos venda.

—Si ustedes no me pueden disparar, intentaré hacerlo yo misma. Pero, secuestrarme a mí, creo que eso va a ser un poco jodido… Si ya les tengo coraje y, de remate, caigo… eso no lo podré soportar.

—Verá que no, compa. Verá que no.

Verás que no, Alicia, verás que no. Pero Alicia no es Alicia, ese es su nombre de guerra. Nadie conoce el verdadero. Primero fue Rosa, pero a un amigo suyo no le pareció adecuado para una guerrillera y decidió que debía cambiarlo.

«Él vivía en los Estados Unidos y cuando se entero que estaba con la Guerrilla en el monte me escribió y me dijo que tenía más huevos que un hombre y que iba a verme. Y fue. Él es salvadoreño y encontró los contactos para llegar hasta el campamento. Estuvo tres días allí, haciendo un reportaje fotográfico. Cuando se enteró del nombre que me habían puesto, dijo que no me iba, que me lo iba a cambiar. Y se fue a hablar con el comandante de la zona y le dijo que de ahí en adelante me llamaría Alicia, y así me quedé [ríe]».

Alicia, con otras dos compas, junto a un mando de los Cascos Azules.
Alicia, con otras dos compas, junto a un mando de los Cascos Azules.

El 16 de enero de 1992 se firmaron los acuerdos de paz en México. Alicia y sus compañeros se concentraron en la base de Guazapa y ella comenzó a trabajar con los Cascos Azules de la ONU en el proceso de desmovilización de la Guerrilla. Había llegado hasta el noveno curso en su educación escolar, así que la destinaron a enseñar a leer y escribir a los campesinos de la zona.

«Cuando acabó la desmovilización, comencé un negocio en San Salvador. Una pequeña casa de huéspedes que acogía a los cientos de voluntarios de las ONG que llegaron para ayudar en la reconstrucción del país».

El negocio fracasó al cabo de unos años. Ya con dos hijos, Alicia debía comenzar de nuevo en un lugar que ya no reconocía como su casa.

«Algo parecía haberse roto para siempre: la gente ya no confiaba como antes en sus vecinos».

***

Islas Canarias, 2017

El paraíso. Unas 4.000 personas ostentan —o detentan— el 80% de la riqueza de un territorio con dos millones de habitantes. En 2003, Alicia había llegado a tiempo para hacerse con una pequeña porción del 20% restante a repartir.

Pasaron los años de trabajo en trabajo: cafeterías y bares, limpiando casas que se repartía con una amiga ecuatoriana y otra canaria. Un día se atrevió a enviar su currículo a una gran cadena hotelera y, para su sorpresa, la llamaron esa misma tarde. Era el año 2007, el comienzo de la crisis, pero, paradójicamente, por primera vez en su vida iba a tener una nómina de media jornada, un mínimo de seguridad. La mitad del primer requisito del gobierno para poder reunirse con sus hijos: un contrato de ocho horas.

«Yo había estado ahorrando todos esos años para traerlos. Ahora tenía una cuenta en el banco y solo me faltaba un trabajo a jornada completa y una casa en condiciones para ellos, que era la otra exigencia de las autoridades».

Alicia recuerda a toda la gente que la ayudó. Un amigo le tramitó los papeles. Otro le alquiló su casa por un precio razonable. Otros le consiguieron cartas de recomendación, la aconsejaron para manejarse con la burocracia. A finales de 2008 consiguió un contrato a jornada completa en la misma cadena hotelera. Entonces pudo reclamar a sus hijos. Un mes y medio más tarde, los niños ya estaban con ella.

«Los dos años siguientes fueron muy duros, profesional y anímicamente. A los niños les costó adaptarse a la vida de aquí. No tenían la formación académica suficiente como para entrar en el Instituto, aunque al final lo consiguieron. Había dos bocas más para alimentar y hubo un momento en que no tenía dinero ni para volver a casa desde el trabajo. Recuerdo que un día, un turista, cliente habitual, dejó, al marcharse del hotel, una propina para mí de 20€. Creo que fue el regalo más importante que me han dado en mi vida [ríe], con eso pude terminar el mes».

En el paraíso no se hacen ciertas preguntas. A él llegan cada año más y más turistas y los hoteles están a rebosar. Vienen en busca de playa, sol y mar, que, por lo pronto, son públicos. Pero, la mayor parte de la riqueza se queda en otro lado, en algún espacio que la mayoría de los habitantes de estas islas nunca ha visitado. El sector crea empleo, directo, indirecto, es el motor de la economía. Mantra sencillo y simple de recordar. Mejor dejar de tentar a la suerte cuestionando el sistema que establece el reparto del pastel. Y Alicia sonríe cuando cuenta esta nueva batalla.

«Las empresas no son tontas, saben perfectamente el personal que hace falta para hacer un servicio. Cada temporada vienen más turistas, a muchos los conozco ya de otros años. Así que hay más trabajo, pero ahora hacemos dos lo que antes hacíamos tres. El sueldo no ha subido: trabajo 5 horas, que terminan siendo 6 o 7,  por 600€ netos. Aunque es verdad que los turistas nos dejan esas propinas que tanto ayudan».

Le cambia el semblante y se pone seria. El mantra oficial conjugado por los trabajadores del sector viene a decir: Al menos, tenemos trabajo. Lo paradójico es que muchos no solo no se plantean alternativa, sino que defienden las tesis de sus jefes, las comparten y declaran que, si estuvieran en el lugar de la empresa, actuarían de la misma forma.

«Es triste escuchar a gente joven que piensa y dice esas cosas. Por lo menos, los encargados de mi área son conscientes e intentan no rebajar más el personal. Saben que si son capaces de sacar el trabajo adelante con menos empleados, la dirección no se los va poner de nuevo. Las que limpian habitaciones, los compañeros que reciben a los cruceristas, ellos sí lo tienen más jodido. Pero todos tenemos que seguir luchando».

Alicia hace hincapié en la suerte que ha tenido hasta ahora: un trabajo, una casa, amigos, sus hijos están con ella y vive en un lugar en paz. Además, ya es española. Demostró saber lo suficiente para ello. Y aceptó derechos y obligaciones, aunque fuera con el mismo horario de trabajo y el mismo sueldo.

«Un gran amigo, que lamentablemente falleció, me dejó los papeles arreglados, como un regalo. Entonces solicité la nacionalidad. Me preparé con la ayuda de otra gran amiga y me fui al examen. Treinta preguntas del tipo: quiénes son los miembros de la Casa Real, quién es el Jefe de Estado, de qué color es la bandera…  no recordaba el nombre del alcalde, y del presidente del Cabildo no tenía ni idea [ríe], pero aprobé».

***

Los supervientes

San Salvador, 2003

Las estanterías del supermercado estaban repletas de productos que Alicia no habría conocido nunca de haberse quedado en su primitivo paraíso de Suchitoto. La gente de la ciudad necesitaba todo aquello como su familia necesitaba los frijoles, el arroz, la leche de vaca y las frutas. Ahora era vigilante de seguridad y observaba cada día a los pequeños ladrones que comenzaron metiéndose lo que podían en los absurdos abrigos de invierno en aquellos lares y terminaron por portar armas, cometer atracos. Empezaron con insultos y amenazas sin sentido. Siguieron con la vigilancia de sus movimientos, el vamos a por ti. Un día vinieron a buscarla. Eran pandilleros, aún poco organizados, mendigos de la violencia. Quedaba poco para que las Maras dieran el gran salto a la fama, para que tomaran conciencia de que el mundo —al menos el barrio, quizás algunas calles más allá— podía ser suyo si estaban armados, si se eran leales, organizados y capaces de infundir tanto miedo como las Brigadas de la muerte y las tropas de élite del ejército juntas. Alicia paseaba por los pasillos, descubría a uno u a otra, los paraba, los registraba, se incautaba de lo robado. Los supervivientes adolescentes de la guerra solo querían coger lo que necesitaban o, simplemente, ansiaban: güisqui, champú, hojillas de afeitar… «Era extraño, pero eran cosas así las que más robaban». Alicia tenía que impedirlo y ellos debían jurar matarla. Así de simple era la vida tras la guerra. Ese día, cuando fueron a por ella, un compañero la salvó. La escondió entre las cajas de yogures y consiguió sacarla del supermercado en un camión de reparto. La dejó lejos de allí, donde pudo coger una guagua hasta casa.

Algunos años antes, Don Chepe había tenido el mal augurio de que una maldición caía sobre la familia. Y a Doña Ángela y a sus hijos les había tocado vivirla. Ahora, Alicia pensaba en aquellas palabras de su padre, en su llanto por la primera muerte, en el momento que desapareció con los soldados… y en el azul del lago Suchitlán, en un juego de niños en el río, en los sonidos de la selva y la soledad del porche de su casa, en la conversación con su padre, tendido en su hamaca.

Al otro lado de la ventanilla, la gente corría tras las guaguas, esperaba algo o a alguien en las esquinas, miraba escaparates, se besaba, caminaba de aquí para allá. Algo había cambiado en Alicia. Quizás no fuera más que la sensación de que su país no era ya su país. Quizás fuera el convencimiento de que si la desigualdad extrema seguía existiendo en aquellas calles llenas de armas y desesperados, no habría paz de vedad.

***

Islas Canarias, 2017

«Cuando decidí traerme a mis hijos, pesó mucho ese miedo. Las Maras se adjudican un territorio e imponen su orden, incluso recaudan impuestos a los vecinos. Los niños tienen que entrar en las bandas o pueden ser asesinados y las niñas pueden ser violadas».

Su hija interrumpe la conversación cuando sale del cuarto donde prepara uno de los exámenes del penúltimo año de sus estudios superiores. Alicia se recompone, sonríe. Un café, de El Salvador, de los mejores del mundo. De nuevo, el lago Suchitlán, el verde, las montañas, los animales. «Todo es verde, ¿sabes?». Recuerda los días en los que ella y su familia no tenían nada y, sin embargo, no les hacía falta más. Ordeñar las vacas, andar descalza, bañarse en el río, los juegos con sus hermanos. Esas cosas me cuenta mientras me sirve el café.

«Creo que soy afortunada, la verdad. Estos días, en los que he estado allá visitando a mi mamá, se lo contaba a ella: que me sentía afortunada. A pesar de que hemos hablado mucho, hay cosas que no te he contado porque quizás las tenga ya bloqueadas… Pero todo lo que he vivido me ha hecho más fuerte, ¿sabes? Ahora, desde la normalidad de esta vida que tengo, me considero una persona que la pasó muy putas… No ha sido fácil, pero ahora estoy bien. Lo único que le pido a la vida es que no nos falte el trabajo y la comida y que… Lo peor que le puede pasar a la humanidad es la guerra, porque te destruye como persona… Yo hablo con mis hermanos y a ellos les cuesta también, nos cuesta arrancar… como para hacer una vida normal… Hay momentos en los que me pregunto: ¿Lo viví o fue una pesadilla… o qué? Pero yo pienso que hay que seguir adelante, que de todo se sale. Y lo que quiero ahora es ponerme a estudiar, hacer algunos cursos… Quiero aprender inglés muy bien… Tengo ganas de hacer muchas cosas».

Saca su sonrisa de entre las lágrimas. Los niños lo comprenden todo. El azul del Atlántico se apaga tras la ventana. Alicia vuelve de su infancia.

«Hace algo de frío a esta hora», dice. «Pero se está bien, ¿verdad?».

Alcia y otras mujeres valientes.
Alcia y otras mujeres valientes.

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Nota: Los nombres de algunas de las personas que aparecen en esta crónica han sido cambiados con el fin de proteger su identidad. El  artículo es el resultado de dos entrevistas, de tres horas cada una, con la protagonista. Los hechos históricos relatados en ella han sido consultados y confirmados en las siguientes fuentes:

La Guerra Civil en El Salvador, Ignacio Martín-Baró. Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (http://www.uca.edu.sv/coleccion-digital-IMB/wp-content/uploads/2015/12/1981-La-guerra-civil-en-El-Salvador.pdf)

Las mil y una historias de Radio Venceremos, José Ignacio López Vigil. UCA Editores, 1991

El Salvador. Archivos Perdidos del Conflicto (documental, capítulos I, II y III), Gerardo Muyshondt, 2014

US Policy and Human Rights in the Salvadoran Civil War (http://www.csusmhistory.org/atkin008/)

Museo de la Palabra y la Imagen, El Salvador (http://museo.com.sv/es/)

25 Años de la Firma de los Acuerdos de Paz (http://acuerdosdepaz.elsalvador.com/)

Personajes salvadoreños (http://perfilesdesalvadorenos.blogspot.com.es/)

Oraciones incompletas (https://unfinishedsentences.org/es/)

Historia de la aviación en El Salvador, Campaña militar 1980-1992 (http://www.fas.gob.sv/historiadiv.html#campana)

Insight Crime. Centro de Investigación del Crimen organizado (http://es.insightcrime.org/)

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  • Gustavo Gil

    Las Palmas de G.C. 1965. Se licenció en Ciencias de la Información en Madrid y estudió cine en los EE.UU. y Cuba. Ha trabajado varios años como realizador y dirige la productora Conspiradores entre Madrid y Las Palmas de G.C. Cada vez tiene menos cosas y más proyectos. El último es la revista 7iM, de la que es codirector. Por lo demás, se encuentra bien, intentando trabajar lo menos posible.

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