Un poeta en La Luna - Pareceres - 7 Islands Magazine

Un poeta en La Luna

«Mis posibilidades de ganar eran tantas como las de ir a la Luna»,

Bob Dylan sobre el premio Nobel.

La idea

No, tranquilos. No hablaremos y, mucho menos, discutiremos sobre si Dylan merecía o no ganar el premio Nobel de Literatura en 2016. No lo haremos. No lo hizo el propio Dylan, que nunca creyó optar a ese premio y nada hizo por ganarlo, algo que no todos los críticos, escritores, poetas, inútiles e imitadores que han despotricado por su premio pueden decir. Así que no seremos nosotros los que avivemos una discusión que pareció batalla hace tan solo unos meses.

Pero, esa frase de Dylan sobre que tenía tantas opciones de ir a la Luna como de ganar el premio de la Academia sueca tendría que ser realidad. Y de eso sí queremos hablar: de por qué deberíamos mandar a un poeta al espacio.

Harrison Schmidt es un político republicano estadounidense ya retirado que, además de muchos otros méritos, como ser miembro honorario de la Sociedad Geológica de los Estados Unidos, puede presumir de ser el único ser humano que ha pisado la Luna… sin ser militar. Lo hizo como científico. ¡Oh! un científico como gran concesión de la industria aeroespacial militar norteamericana a la sociedad civil. No está mal. Bueno, si lo está. La inicial carrera por descubrir el espacio exterior la  dirigieron los militares. Desde siempre han decidido que sea lo que sea que haya allá lejos es peligroso. Que fuera lo que fuese que podíamos encontrar, mejor que nos topáramos de entrada con unos militares, muchos de ellos, ex veteranos de guerra como la de Corea, con sus correspondientes traumas viajando también al espacio exterior. Así que mejor no pensar qué hubiera ocurrido si realmente hubiesen encontrado algo capaz de responderles o simplemente de moverse.

Doce hombres, no como generalización, sino como definición de género masculino, han pisado la Luna. Once de ellos eran militares. Solo uno no lo era. Harrison Schmidt, científico. Y político. Republicano, eso sí.

Por tanto, lo de un poeta camino a nuestro satélite, lo de Dylan yendo a la Luna, realmente parece un imposible.  Es unir ciencia y poesía, realidades que, aunque no lo parezca, no están tan alejadas. Algún otro premio Nobel, como Cyril Norman Hinshelwood, galardonado en 1956 por sus avances en el mundo de la química, acabó convirtiendo en poesía sus descubrimientos. Según dijo, «la ciencia, en su acercamiento constante a la verdad, encierra múltiples elementos poéticos». Dos siglos antes, Humpry Davy, uno de los padres de la electroquímica, alternó sus escritos científicos, entre ellos los del óxido nitroso, el conocido gas de la risa, con poemas en los que describía los muchos placeres que la ciencia le procuraba.

Puede haber poesía en la ciencia, aunque aún no haya habido un poeta en la Luna. Lo más parecido puede ser Chris Hadfield, el astronauta canadiense, famoso por sus fotos y sus comentarios mientras orbitaba alrededor de nuestro planeta y que nos dejó grabado esta versión del Space Odissey de Bowie mientras daba vueltas por allá lejos.

Pero Hadfield dejó el espacio por una discográfica y eso lo hizo demasiado terrenal. Además, nunca pisó la Luna, un satélite del que lo sabemos casi todo por mucho que tenga una cara oculta, como el reflejo de la personalidad humana. Apenas en tres días se llega a ella y ya la usamos hasta como potrero galáctico (en 2012 la NASA estrelló en ella dos satélites científicos que se habían quedado sin combustible para seguir su trabajo).

Para lo que necesitamos a Dylan o a los poetas es para entender nuestras dudas que están mucho más lejos de la Luna, en ese inmenso espacio que abarca 13.800 millones de años luz que tiene, según nos dicen, el Universo explorable. ¿Qué podría aportar al conocimiento del Universo, o mejor, a su comprensión  alguien como el último premio Nobel de Literatura si decidiéramos que fuera él al espacio exterior?

No lo sabemos. Pero podemos inventarlo…

El Viaje

Empecemos creyendo que la Corporación Espacial Sueca incluye en su programa enviar al espacio a ganadores del Nobel, como Dylan, en un intento, muy nórdico, por otra parte, de difundir la comprensión de la inmensidad universal a sus ciudadanos. Al enviar al último premio Nobel de Literatura no buscan datos o hallazgos, sino una nueva visión, una mirada poética. En definitiva, otra forma de observar el lugar que ocupamos en una espacio que apenas entendemos.

Decidamos, pues, que mandamos al cantautor norteamericano a una misión sin destino aparente, un largo viaje por nuestra galaxia y quizás más allá.

A los directores de esta operación espacial les costó asumir que Dylan llevara su guitarra a la nave espacial, a pesar de que le advirtieron de que el ruido en el interior le haría casi imposible usarla. Pero su mirada no era una pregunta y, colgada a su impoluto traje blanco convertido en una bola que difícilmente caminaba, el poeta hizo lo que quería.

Tras un largo proceso para elegir a una tripulación cuya principal característica debía ser la de tener una enorme paciencia para soportar el carácter del cantautor, decidieron que lo acompañaría únicamente un robot.

Así que casi en solitario, Dylan y su alter ego cibernético, al que llamaron Mr. Robert, escuchan aquello de “diez, nueve, ocho…”, mientras los motores rugen y el Nobel de Literatura 2016 se agarra a su asiento. Entonces, por fin pudimos pensar que hay un poeta camino del espacio.

Despegue. Ruido. Humo. Confusión y el autor de Down the highway se encuentra mirando a otra autopista, sin carretera, mientras su compañero metálico ajusta parámetros y confirma la órbita con el Control central.

Puede que en ese instante, el hombre que escribió «Quizás en la otra vida podré oírme pensar/quisiera hablar con alguien pero no sé con quién/ trato de acercarme, pero sigo a un millón de millas» piense que sus palabras se hacían realidad. Casi ni podía escuchar sus pensamientos y en breve estaría a un millón de millas de cualquier punto de la Tierra.

Y su única misión era mirar y buscar sentido al espacio infinito.

Un primer vistazo a través de los ojos de cualquiera, incluidos los de Dylan, desde 100 kilómetros de altura, la llamada línea de Karman que define el inicio del espacio exterior, cambia la percepción del mundo. Seguramente todos giremos el cuello intentado ver la Tierra desde lejos, como el que mira por última vez la casa en la que pasamos el verano. Es una visión única. «La belleza de la Tierra abruma a todos los astronautas», lo dijo David Wolf, que sabe de lo que habla, tras haber pasado 128 días de su vida mirándonos desde muy lejos.

Pero, esa comprensión de la Tierra no es lo que buscamos en nuestro premio Nobel, así que Mr. Robert debe llevarlo más lejos. Extiende sus brazos metálicos y hace a la nave girar su rumbo para salir de la órbita terráquea.

Posiblemente, la primera reacción sea la de la impresión que genera la infinitud del espacio. Y su oscuridad. Ahí somos ciegos en un lugar con millones de soles… pero sin luz. Ya le ocurrió al naturalista prusiano Alexander von Humbolt hace tres siglos tras 75 días caminando por la más espesa selva venezolana sin poder ver más allá de un metro, con un sol que no tocaba el suelo. Cuando salió a un simple llano creyó estar ante un infinito. Algo muy similar experimenta Dylan. Pero a diferencia del considerado primer ecologista, él está realmente ante un infinito, en todo su concepto físico y filosófico.

—Oye, tú… Mr. Robert —le dice a su artificial compañero dudando sobre si podrá hablar con él—. ¿Por qué está todo tan oscuro?

El androide con forma de caja, de la que salen varios brazos, se gira y, con un peculiar acento hindú, cosas de las ideas de integración nórdica, responde:

—No hay partículas en el espacio que reflejen la luz. En eso que ustedes llaman universo, solo el 5% de la materia es visible. El resto no sabemos qué es, no lo hemos descubierto, pero se cree que es energía y materia oscura.

Dylan se acaricia su mínimo bigote y pregunta:

—Y si no sabemos qué es, no la hemos visto, ni detectado, ¿cómo sabemos que existe esa materia oscura?

—Porque se han descubierto sus efectos —replica Mr. Robert—. Los descubrió Vera Rubin, que mereció el Nobel por ese descubrimiento pero no se lo dieron por ser mujer —apunta, algo impertinente—. Ella —prosigue— detectó galaxias muy lejanas cuya velocidad de rotación no correspondía a la que debían tener según las leyes de Newton y Kepler. Y entonces creó la idea de la materia oscura, como esa masa que genera una gravedad que explica el porqué de esa velocidad anómala.

Dylan, curioso ante su nuevo compañero, ensimismado por lo que escucha y desafiado por sus conocimientos, le cuestiona:

—Por cierto, ¿tú sabes lo que es la poesía?

—No —responde rápidamente, con el mismo tono que usaría si le hubiera preguntado por la alineación del Brasil del 70—. Yo solo sé cómo manejar esta nave y todos aquellos datos que puedan ser útiles en nuestra misión. ¡Ah!, y su biografía —concluye— me la insertaron a última hora en mi disco duro.

Y vuelve a girarse sobre los controles de la nave.

Mr. Zimmerman, el nombre que Dylan ha decidido que le cosan en su ropa espacial, agradece la sinceridad  y sin saber si podría ya escribir algo, se acomoda en su sillón y, mientras escucha el movimiento metálico de su compañero por la nave, empieza a hojear una guía de viaje que le han preparado, algo así como una Lonely Planet interstelar.

La inmensidad

Polvo de estrellas. Lee ese título y piensa que ahí ya hay algo poético. Un poco cursi, pero hermoso. Descubre, asombrado, que no es una metáfora. Lee que todos y cada uno de los átomos que forman nuestro cuerpo están hechos de ese polvo de estrellas, de la muerte de miles de estrellas, de sus explosiones hace miles, millones de años. Y los átomos que forman nuestros brazos y nuestras piernas pertenecen, además, a la muerte de estrellas diferentes.  «Todos somos, literalmente, hijos de las estrellas», como dice el cosmólogo Laurence Krauss.

Y esas estrellas empezaron a formarse hace 13.800 millones de años. Lo sabemos porque hemos escuchado la explosión que las provocó.

Dylan coloca un sol, le parece la nota apropiada, en el traste de su guitarra y sigue leyendo mientras rasca, una a una, sus seis cuerdas.

En la década de 1960, dos científicos, Penzias y Wilson, ganaron el Nobel al descubrir una radiación que procedía del inicio del universo, el llamado Big Bang. Aunque ellos no lo sabían. Viajaron 13.800 millones de años pero no lo hacían solo en el espacio, sino también en el tiempo. Y ese ruido primitivo, que fue confundido inicialmente por aquellos científicos por algo tan poco poético como excrementos de palomas en sus antenas, resultó ser un viaje casi al segundo posterior a que todo empezara.

Siguió su arpegio improvisado y pensó que allí había más poesía. Viajar en el tiempo. Al segundo uno de todo.

—Mr. Robert —dijo con la seguridad de que su acompañante iba a escucharlo aunque no lo viera en ese momento— ¿todo se sabe por la luz?, la luz que no vemos, por cierto.

Y se sorprendió con aquella contradicción poética que había creado. La voz del asistente artificial sonó a su lado.

—Sí, la luz es la mensajera del universo. Es la que nos lo dice todo. Nada puede viajar más rápido. Y solo tiene un enemigo, algo que la detiene, los agujeros negros.

La mensajera del espacio. A Dylan le gustó. Y tiene un enemigo. Pura poesía social.

Mr. Robert detectó la curiosidad en los ojos del norteamericano. Y siguió.

—Un agujero negro es una concentración tal de masa que ni la luz puede escapar. Imagine el planeta Tierra desde las calles de su infancia en Minessota, ese Nueva York por el que deambuló cuando aún no era famoso. Piense en Estados Unidos, en toda América, Europa, cada país por los que ha estado de gira, cada continente, los mares… Todo, absolutamente todo, reducido al tamaño de una bola de pimpón. La masa resultante sería similar a la que tiene un agujero negro.

Mr. Robert estaba ahora a su lado aunque su voz nunca pareció cambiar de sitio

—Lo tiene todo en la página 41 de su guía —y volvió a desaparecer.

Dylan buscó aquella página y leyó frases que le sugerían muchas ideas. Por ejemplo, la de los investigadores del Instituto Astrofísico de Canarias. Según ellos, «un agujero negro es terra incógnita. Allá donde sólo los exploradores más osados tratan de penetrar… con su pensamiento». Le gustó esa forma de expresar los misterios de un agujero negro.

Vio la foto que ilustraba aquella página. Era una gigantesca máscara de carnaval, con dos oscuros agujeros, dos ojos negros, inmensos que parecen mirar desde otro mundo. Lo conmocionó aquel misterio.

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—Esa foto —escuchó la voz de Mr. Robert, al que veía de espaldas manejando la cabina— es la representación de uno de los grandes descubrimientos de la ciencia —Dylan ya ni se sorprendía de que sus intervenciones siempre llegaran para matizar lo que él estaba pensando—. Al chocar dos agujeros negros —continuó— se detectaron ondas gravitacionales, tal y como predijo Einstein hace un siglo. Y además, el choque de esos inmensos cuerpos celestiales hizo mover el tiempo.

Mover el tiempo. No iba a replicarle. Aquello ya le superaba. Mr. Robert se giró y avanzó hacia él, le dio un lámina de goma y le pidió que la sujetara.

—Sr. Zimmerman, tiene en sus manos el tiempo. No es algo abstracto. El tiempo es un plano —y dejó caer un enorme tornillo de acero sobre aquella lámina, que cedió con el peso— el choque de esos agujeros negros dobló el tiempo como este tornillo hace con la goma. Si alguna vez su especie quiere viajar en el tiempo, esa es la teoría más factible para hacerlo. Lograr algo que pliegue el tiempo.

—Oye —susurró Dylan, apabullado— espero que este tornillo no sea necesario para volver a casa.

Quién con apenas 24 años escribió la que muchos consideran la mejor canción de rock nunca escrita, Like a Rolling Stone, siente que todo aquello le supera. Apenas han pasado unas horas y le parecen días. Ante tal inmensidad ve sus logros como insignificantes. Su reputación está en juego. Así que mira por la escotilla buscando cumplir la misión encomendada.

A lo lejos ve un cúmulo de puntos luminosos.

—Es Andrómeda —le comenta Mr. Robert— nuestra galaxia vecina. De todos los objetos que nos rodean es el único que no se aleja de nosotros. Al contrario —el robot calla repentinamente, parece quedarse sin fuerzas, hasta que hace un extraño ruido y prosigue— la Vía Láctea y Andrómeda se atraen. Mientras todos huyen, ellas se buscan. Lo hacen a una velocidad de 140 kilómetros cada segundo. Y terminarán colisionando. Pero eso será dentro de miles de años. Apenas un rato para el universo.

Ancla sus brazos en los extremos de la cabina, se mueve ingrávido por el pasillo y, mirando hacia Andrómeda, concluye:

—Cuando choquen ambas galaxias hará millones de años que el sol habrá explotado y en la Tierra no habrá vida. Será una enorme colisión que no podremos ver. Todo el universo se aleja. Menos la Vía Láctea y Andrómeda.

Dylan no entiende. Pero le resulta hermosa esa atracción entre dos galaxias. Lo que dice su compañero es lo que  sugiere una teoría, muy difundida, que apunta a que el Universo se está expandiendo a una velocidad creciente.  Así que las galaxias, las estrellas, se alejan unas de otras, salvo aquellas cuyas atracciones gravitacionales les llevan a unirse y chocarse. Como Andrómeda y La Vía Láctea.

—El Universo aumenta su tamaño —escucha al fondo del pasillo—.

«Como si no fuera ya lo suficientemente grande», piensa el nobel.

Es como si el Bing Bang hubiera sido un soplo sobre un puñado de arena. Sus granos se alejarán hasta olvidar que hace un segundo estuvieron juntos.

«Así que para más enigma, para pensar en otro verso» —medita Dylan— «es justo en este momento de la inmensa vida del universo cuando el hombre existe. La Humanidad aparece exactamente cuando puede contemplar y casi medir el espacio existente. Dentro de miles de años, un instante para lo que nos rodea, las distancias serán tan descomunales que estaremos literalmente solos. Si nuestra especie hubiera nacido en ese futuro, eso si, antes del choque de Andrómeda y la Vía Láctea y la desaparición del Sol, es lo que hubiéramos creído».

El universo se expande, se enfría y todos se alejan. Todo se volverá solitario en la inmensidad.

El nobel ya no sabe qué escala de notas tocar. «Es poético» —piensa— «que justo nuestra especie exista cuando podemos ver casi todo. Verlo e intentar comprenderlo».

Es cruel también.

Mr. Zimmerman no quiere seguir escuchando ni leyendo más sobre este universo que se escapa de su capacidad. Le duele la cabeza. Pero la curiosidad le puede y vuelve a su guía interespacial. Abre los ojos por no cerrarlos, cuando descubre que tardarían cien mil años luz en llegar al centro de nuestra galaxia. O sea, que nunca lo hará nadie. Y su asombro se hace vértigo cuando lee que en el Universo hay 200 mil millones de galaxias, según los cálculos menos extremos y que en cada una de ellas hay unos 100 o 200 mil millones de estrellas. Y cada estrella con varios planetas en su órbita.

Mr. Robert, al que Dylan ya mira con recelo por esa capacidad que muestra para saber todo lo que piensa, le explica que hay tantas estrellas como granos de arena en el planeta Tierra.

—Cada grano de arena de cada playa, de cada desierto, de cada fondo marino de nuestro planeta es una estrella en el universo. Estrella arriba, estrella abajo.

Dylan necesita tiempo.

Sigue mirando a lo lejos y empieza a entender que nunca podrá escribir lo que le habían encomendado. Que quizás es verdad que no merecía ese premio.

Solo atina a pensar que estamos en una prisión. Hermosa e invencible. Comprende que el ser humano ha iniciado en los últimos cincuenta años el descubrimiento de su realidad, de sus dimensiones universales y que al mismo tiempo nunca podrá acercarse a ellas, nunca escapará hacia el conocimiento real de lo que teóricamente demuestre.

Ahora comienza a entender por qué insistieron en que debía viajar. Aunque, científicamente, la humanidad esté avanzando hacia el descubrimiento, hacia la contrastación y verificación de todos estos datos, aunque el hombre camine con decisión hacia el conocimiento de  esta inmensidad indescifrable, ya Dylan lo tiene claro.

Se levanta y prueba la ingravidez de la nave. Al final del pasillo ve a su compañero. Se acerca, torpe, infantil, como flotando en el líquido amniótico de dónde salió al mundo.  Lo ve comprobando cálculos que no entiende.  Antes de hablarle, Mr. Robert se gira y, entonces, Dylan, nuestro último premio Nobel, el mismo poeta que fue capaz de escribir aquello de «el que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo», dice mascullando una derrota:

—Podemos volver. Es cierto. A la compresión del universo le falta poesía. Pero yo no puedo dársela.  Y creo que nadie podrá hacerlo. Por ahora solo podemos hablar del misterio que esconde toda esta inmensidad pero no escribir sobre qué es. No puedes hacer el poema de una árbol si solo has visto una hoja —mira por la escotilla, pone su mano sobre su compañero metálico y, con cierto aire melancólico, concluye— Mr. Robert, yo no tengo versos que viajen a la velocidad de la luz, ni poemas que escapen a la atracción de un agujero negro.

Respira. Se vuelve a su asiento mientras mira a lo lejos y canturrea uno de sus versos…

Seen a shooting star tonight                                      —–Anoche vi una estrella fugaz

And I Thought of me                                                  ——y pensé en mí

If I was still the same                                                 ——si yo era aún el mismo

If I ever became what you wanted me to be        ——-si llegué a ser el que tú querías

Shooting Star                                                 ————   Estrella fugaz

«No es necesario ir al manicomio para encontrar mentes desquiciadas; nuestro planeta es la institución mental del Universo». Johann Wolfang von Goethe (1749-1852)

 

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