Líneas de lluvia (un relato de Alexis Ravelo)

Líneas de lluvia

Alexis Ravelo

Dedico casi cada hora de cada día a cuidar de él. Hago su comida y la introduzco en su boca cucharada a cucharada. Bocado a bocado. Le doy su medicación minuciosa, estrictamente, sin olvidar ni una sola toma, ni una sola gragea, ampolla o supositorio. Lavo su ropa y cambio sus sábanas con puntualidad. Mantengo en perfecto orden esta casa en la que se ha parado el tiempo y procuro que todo permanezca como estaba en los días en que él se movía. Cuando se hace necesario, yo misma le practico las curas y hace ya tiempo que me hice experta en el tipo de fisioterapia que precisa para mantener vivo ese cuerpo tan muerto. Nadie puede decir que le falte algo; que yo pase, deliberada o inadvertidamente por encima de alguna de las muchas obligaciones que sus cuidados requieren. Por supuesto, estos cuidados incluyen cambiar sus pañales —esos pañales enormes que me sacan de quicio, porque los cierres de velcro son realmente malos y hay que fijarlos con imperdibles—, distraerlo leyéndole o poniéndole en vídeo interminables películas de Paco Martínez Soria, Lina Morgan o Pili y Mili. Las cintas tienen ya muchos años. En general, se oyen bastante mal y, en la mayoría de ellas, la parte inferior de la imagen está invadida por una línea horizontal de lluvia. Alguna vez le he propuesto que compremos un reproductor de deuvedé y consigamos esas mismas películas en formato digital. Él, simple, indefectiblemente, rechaza la idea. No explica por qué. Sencillamente, niega con la cabeza. Y sé que eso no se debe a su estado. Cuando no estaba así tampoco justificó jamás ninguna de sus decisiones, sobre todo las negativas, sobre todo las que se referían a mí.

Ese es uno de los motivos de que a todos les extrañe —a todos los que lo conocieron antes de que enfermara— mi dedicación absoluta a su cuidado. Nadie se explica de dónde me nacen las ganas de permanecer día a día junto a él.

La nueva mujer de Carlos, en cierta ocasión, llegó a insinuar que era una cuestión de interés; que quería asegurarme de no quedar fuera del reparto de la herencia. Carlos no tardó en hacerle entender que eso hubiera sido innecesario, que los bienes no eran suyos, sino de madre, que en ese sentido estaba todo atado y bien atado desde hacía años y que ni él ni yo hubiéramos tenido por qué soportar esto.

Quizá sea Carlos quien menos lo entiende. Él sufrió, como yo, sus vejaciones, sus caprichosos cambios de humor, su estricto régimen de desprecios, insultos y golpes. Y, como yo, también fue testigo de cómo amargó la existencia de madre hasta el último instante. Después, también como yo, huyó. Hizo su carrera, se casó con sus mujeres, tuvo a sus hijos, alcanzó esa posición, ese modo de vida que casi le ha permitido olvidar nuestra infancia. Sé que si viene de vez en cuando, no lo hace por él, sino por mí.

Yo también hice mi vida, fundé mi empresa, me casé con un hombre y pasé junto a él diez años que hoy se me antojan una eternidad. Le dejé el mismísimo día en que me faltó al respeto. No me pegó ni me vejó. Simplemente, me insultó. Se le escapó un insulto durante una discusión cualquiera sobre un problema doméstico cualquiera, tan insignificante que ya no lo recuerdo. Sin embargo, me faltó al respeto, aunque solo una vez, con un insulto, una sola palabra. No volvió a insultarme, ni sé si, andando el tiempo, hubiera acabado levantándome la mano, pero no me quedé a averiguarlo. Al día siguiente, hice las maletas y me fui. De eso ya hace mucho. Desde entonces he preferido los amores fugaces de algunos amantes escogidos, siempre tan libres como yo o demasiado comprometidos como para no querer establecer otro tipo de relación más estable. Eso hasta que supe que él había enfermado. Cuando eso ocurrió, cerré el negocio y me vine aquí, para cuidar de él.

No he permitido que una enfermera ocupe mi lugar ni un solo día. Ni siquiera, ya lo ven, dejo que lo toque un fisioterapeuta. Soy yo, únicamente yo, quien está junto a él, día y noche.

Carlos no consigue entenderlo. No logra comprender cómo soy capaz de soportarlo.

«Tú eres una mujer moderna. No eres como madre», me dice. Y es cierto: no soy como madre. De hecho, mi aprendizaje como adulta consistió, precisamente, en no ser como ella: no pasarme la vida aguantando a alguien que me faltara al respeto o me golpeara o me diese órdenes o me utilizara. Madre fue mi ejemplo negativo. Y él fue mi demonio. Ni Carlos lo desprecia tanto como yo.

Cuando me libré de su autoridad, lo odiaba tan profundamente que, a veces, me despertaba en mitad de la noche, despreciándolo, deseándole dolores dantescos, sufrimientos insoportables. No la muerte. La muerte sería demasiado buena para él. Una especie de condena venial. No. Él se merece mucho más.

Por eso, en cuanto me enteré de lo de su apoplejía, corrí junto a su lecho, para asegurarme de que tuviera absolutamente todos los cuidados necesarios para prolongar esta agonía que es para él continuar viviendo en un cuerpo que no es capaz de hablar, ni de mover algo más que el rostro y la mano izquierda. Calculo que vivirá aún mucho tiempo. Y durante ese tiempo, cada día, casi cada hora, me tendrá junto a él, administrándole su medicación, lavándolo, dándole de comer, cambiando sus pañales. Y también escupiendo, ante él, en su plato de comida o en su vaso de agua; prodigándole insultos inimaginables en voz baja, pero asegurándome de que me escucha perfectamente; clavando en su carne las agujas de los imperdibles de sus pañales; estirando durante los masajes sus extremidades siempre un poco más de lo debido, unos minutos más de lo necesario; dejando su cabeza bajo el agua en la bañera mucho, mucho tiempo, pero con cuidado de que no se ahogue. No debe ahogarse. Debe continuar vivo durante muchos, muchos años aún; el tiempo suficiente como para que su castigo comience a ser mínimamente digno de sus obras.

Eso es lo único que me reconforta de todos sus años de ignominia: que para él la vida no sea ya más que una dolorosa repetición, una molesta línea de lluvia en la parte inferior de la pantalla de la interminable película de su existencia.

Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) Escribidor calvo de Las Palmas de Gran Canaria. Novela negra, cuentos y microrrelato, libro infantil y juvenil, teatro y televisión y, en general, cualquier cosa susceptible de ser escrita y que contribuya a permitirle sobrevivir a base de bocadillos de chopped.

Ha publicado una veintena de novelas, entre ellas: La otra vida de Ned Blackbird (Siruela); la trilogía de Eladio Monroy Tres funerales para Eladio Monroy, Sólo los muertos y Los tipos duros no leen poesía (Anroart); La estrategia del pequinés (Alrevés), premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra publicada en español en 2013, premio Tormo 2014, Premio Novelpol 2014 (ex aequo). Premio LeeMisterio 2013 al mejor personaje femenino por Cora.  Coordina el Taller Creativo Domingo Rivero y los talleres narrativos del Centro de Aprendizaje Unibelia.

 

Siguiente:Primer aniversario