Jasmina Hostert

«Tengo un problema con la hipocresía»

Jasmina Hostert perdió el brazo derecho en Sarajevo cuando era una niña. Para sobrevivir huyó con su familia a Alemania. Hoy es la directora ejecutiva de la fracción regional del SPD y trabaja de forma voluntaria como portavoz de los refugidados en Böblingen.

De niña vivía con mi padre y mi abuela en Dobrinja, el barrio de Sarajevo que se construyó para los Juegos Olímpicos de 1984 —modernos edificios de gran altura diseñados para familias—. Recuerdo que fuimos, de puerta en puerta, por todas las empresas y comercios para reunir firmas por la paz. Una amiga tuvo la idea, pero no sé qué fue de todas esas firmas.

Para mí, la guerra comenzó de la noche a la mañana, un día, sin más, empezaron a poner en las entradas de los edificios barras de metal como protección. Los adultos dijeron: «necesitamos más seguridad». Dobrinja estaba a un tiro de piedra del aeropuerto, donde más tarde se establecería el frente. Entonces llegó el momento en el que los padres dijeron a los niños que ya no podíamos salir más a la calle y se iniciaron los ataques, comenzaron los cortes de suministro eléctrico, nos quedamos sin agua y por las noches nos teníamos  que refugiar en el sótano. Mi padre se marchó al frente a luchar. Las escuelas se cerraron y cuando, por los apagones, se hizo cada vez más difícil el abastecimiento, los vecinos se ayudaban mutuamente. Si alguien conseguía encender el horno, hacía diez panes sobre la marcha.

Cumpleaños de Jasmina Hostert
Cumpleaños de Jasmina Hostert

Yo no tenía entonces mucho miedo, eso vino después. Los mayores nos dijeron que acabaría pronto, quizás hasta se lo llegaron a creer, porque si no, nosotros hubiéramos huído también. Cuando mi mejor amiga se despidió de mí para marcharse a Suecia, me dijo: «Nos vemos en un par de semanas». A mí solo me preocupaba mi padre, porque el de mi amiga cayó muy pronto en el frente y por eso sentía muy de cerca el miedo a la muerte.

«Los francotiradores eran el problema, acechaban constantemente»

Nosotros nos mudamos pronto a casa de mi tía y mis primas, a un barrio que creíamos más seguro. Pero la guerra se expandió rápidamente, los francotiradores eran el problema, acechaban constantemente, no hacían ninguna diferencia, también disparaban a niños. Aun así, salíamos a la calle —uno no puede estar todo el día sentado en casa—. Por la noche escuchábamos los silbidos de las granadas y como explotaban en algún lugar, sabía que nos podría haber tocado a nosotros. Rezábamos mucho, mi abuela era una musulmana muy creyente. Dormíamos a menudo en el suelo porque pensábamos que era más seguro.

Madrugábamos mucho, ya que no había electricidad y nos íbamos a dormir muy pronto y, una mañana muy temprano, de octubre de 1992, estaba en el patio con mi tío —ese día íbamos a ir a visitar al hospital a un familiar que habían herido—, lo estaba ayudando a lavarse la cara mientras le sostenía una vasija de agua. En ese momento, una granada alcanzó el coche aparcado en el patio, a unos cuatro metros de donde estábamos nosotros. Volé hacia atrás, la temperatura era extrema, el ruido ensordecedor y, al mismo tiempo, la calma. El coche ardía. Yo pedí ayuda y vino mi padre, mi brazo derecho estaba muy mal pero seguía allí, tuve suerte porque mi tía era veterinaria y me lo vendó enseguida, si no, probablemente me hubiera desangrado. Me llevaron inmediatamente al hospital y me acuerdo de que estuve todo el tiempo rezando oraciones en árabe que ni yo misma entendía.

«Grité a todo el hospital: «¡Devuélvanme mi brazo!»»

Nada más llegar me anestesiaron y me amputaron el brazo. Sé perfectamente cómo me desperté y que pensé: «gracias a Dios, el brazo sigue ahí», lo podía sentir y aún hoy lo sigo sintiendo. Reuní todas mis fuerzas para levantar el brazo izquierdo y sentir el derecho, entonces grité a todo el hospital: «¡devuélvanme mi brazo!». Me dieron un zumo de naranja para tranquilizarme y realmente sirvió, ya que hacía un año que no lo probaba, y eso fue todo, el brazo no estaba y lo acepté. No tuve tiempo de llorar por él, sólo quería que se acabaran los dolores.

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Jasmina Hostert en el hospital

Estuve muchos meses en el hospital, me operaron dos, tres veces y me dolía horrores porque la herida no se acababa de cerrar y siempre se infectaba. No había antibióticos, la situación en el hospital era catastrófica, los pacientes dormían en los pasillos y en mi habitación había entre seis y ocho personas, todas con heridas graves, que habían perdido un brazo o una pierna. Los francotiradores disparaban al pasillo acristalado que unía los edificios de la clínica.

El equipo médico alemán de Kap Anamur observó mi herida y me dijeron que tenía que irme urgentemente al extranjero, de lo contrario, me tendrían que amputar hasta el hombro. Tenían un avión allí pero estaba lleno y me dijeron que si conseguía llegar a Alemania allí me ayudarían. Así que mi padre decidió huir de la Sarajevo sitiada, por la noche y con niebla atravesamos la línea de fuego. Fue en marzo de 1993.

Volvimos de nuevo a Dobrinja y allí encontramos a un hombre que hoy llamaríamos traficante de personas. Éramos un pequeño grupo de ocho o diez personas, fue un viaje terrorífico. Cruzamos por la zona del aeropuerto durante un bombardeo —era como los fuegos artificiales, solo que no tan bonito—. Nos cruzamos con gente que introducía comida y cigarros de estraperlo en la ciudad. Me acuerdo de un bidón de plástico con huevos batidos. Corrimos, nos arrastramos, nos tiramos al suelo… el traficante siempre nos avisaba: «¡Quietos!, ¡atrás!, !adelante!, ¡échense al suelo!». Cuando conseguimos llegar a nuestro destino, nos despedimos de él. Mi padre me dijo, mucho después, que murió en el camino de vuelta.

A principios de ese año todavía no había estallado el conflicto entre los croatas y los bosnios, desde que salías de Sarajevo en dirección a Herzegovina ya no había guerra. Fuimos hasta Kiseljak, allí las tiendas estaban abiertas y por las tardes íbamos a un local donde ponían música Pop y bebíamos algo. Un par de semanas después, la guerra arrancó también allí.

Desde Kiseljak era difícil llegar a Croacia, atravesamos la frontera a través del bosque y a partir de ahí fue mejor. En Zabreb nos dieron un visado y cruzamos Eslovenia en un tren nocturno que nos llevó finalmente hasta Bonn. Allí nos recogió una mujer croata que era voluntaria en una ONG. Yo pude ir al hospital, donde me operaron dos veces. Tuvimos suerte, porque no nos metieron en un centro de refugiados, a nosotros nos tocó una familia. La mujer con la que vivíamos se convirtió en una persona muy importante para mí, ella se ocupó de que yo estudiara y entrara en el instituto, pese a que no conocía el idioma. Cuando mi padre decidió, en 1997, volver a Sarajevo, le dije que quería quedarme en Alemania y me quedé con ella. Cuando cumplí 18 años me adoptó y hoy llevo su apellido.

Estudié en Bonn Ciencias Políticas, Historia e Historia del Arte. Desde el año 2012 vivo en Böblingen, donde he empezado a implicarme intensamente en la política. Hoy soy la directora ejecutiva de la fracción regional del SPD y también, de forma voluntaria, portavoz de los refugiados en Böblingen. No pensé mucho en la guerra porque necesitaba distancia y recuperarme del todo; fue durante mis estudios cuando sentí la enorme necesidad de procesar lo que me ocurrió: la guerra, las causas, el pasado. En mi trabajo de fin de carrera me enfrenté al tema de los procesos democráticos en Bosnia.

«Es difícil abandonar una buena vida»

No me gusta cuando se enaltecen los viejos tiempos, nosotros no éramos hermanos y hermanas; la guerra no cayó del cielo. Claro que la esperanza y el deseo de que no llegáramos a ese punto era enorme entre muchas personas, por eso nos quedamos allí; también porque nos iba bien. Es difícil abandonar una buena vida, mi padre tenía un trabajo excelente, habíamos comprado una casa, nos iba bien en Sarajevo.

Nunca he tenido el pensamiento de volver, me he adaptado a la sociedad alemana. Para mí son muy importantes los valores como la tolerancia y la igualdad de oportunidades y sé que, en ese sentido, en Bosnia no andan todavía muy bien. Incluso hoy, y en todos los niveles, hay mucho nacionalismo, intolerancia, discriminación de minorías, como con las  personas discapacitadas, gays y lesbianas, en todos los niveles.

«La guerra dividió a la sociedad en grupos étnicos»

Lo que es peor que antes del conflicto bélico es que la guerra dividió la sociedad en grupos étnicos. Cuando ya no se conocen los unos a los otros es cuando se agravan los prejuicios más fácilmente. Debido a mi experiencia, el nacionalismo no tiene cabida para mí, me veo como madre, política, mujer, humana.

Soy pacifista, dondequiera que haya armas hay guerra. Cualquier tipo de envío de armas significa guerra, esto lo tenemos que tener claro todos, y yo no apoyo ningún conflicto bélico —no quiero tener que vivir eso de nuevo—, pero sentir ira y odiar tampoco me sirve de nada: el odio nunca es una buena respuesta.

En los últimos años, los refugiados me recuerdan muchísimo mi propia propia historia. Participo activamente en la ayuda al refugiado, soy la madrina de una familia a la que ayudo con cosas prácticas, como la inscripción en la guardería, elegir la compañía eléctrica… ese tipo de cosas. Estamos obligados a ser solidarios con la gente que lo necesita, no es un tema de discusión. Pensemos en Alemania y su historia, cuánta gente tuvo que huir del régimen nazi y buscó y encontró protección en otros países. Cuando uno es fuerte y los otros débiles, entonces se debe ayudar, y eso contribuye a que a muchos les vaya bien y la sociedad sea estable. La solidaridad es para mí el principio básico.

«La administración me ponía solo trabas»

La integración, desde el punto de vista de la sociedad, nunca fue para mí un problema; nunca se burlaron ni se rieron de mí; pero sí tuve malas experiencias con las autoridades para conseguir el permiso de residencia y el derecho de estancia en el país. Primero recibimos un consentimiento de permanencia, después autorizaciones anuales, con lo que tenía que demostrar cada año que estaba traumatizada. La administración de extranjería solicitaba informes terapéuticos que corroborasen una fecha en la que ya no estuviera traumatizada, para poder regresar. Mi madre adoptiva preguntó un día: «¿Qué es lo que quieren? El brazo no le va a crecer nunca más».

Carolyn Braun / Marcus Pfeil / Danijel Visevic / ZETRA-Project

Traducción del alemán de Marina Cardenal

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