Turistas (y algunos canarios) al borde de un ataque de nervios

Turistas (y algunos canarios) al borde de un ataque de nervios

Dicen que se armó gran revuelo entre visitantes asiduos de las islas y otros primerizos al enterarse de que una nueva ley permitirá más camas en el archipiélago. Por lo visto, en algunas ciudades europeas se organizaron concursos espontáneos de imitadores de Chiquito, como señal de alegría —¿que no es canario?, tampoco lo es la paella, ni los loros—, ante las agencias de viaje y oficinas de operadores turísticos, internet estaba colapsado. Luego se supo que no hubo tales concursos, en realidad, solo expresaban su nerviosismo ante la posibilidad de quedarse sin pasaje a las islas. Eso y el frío que hacía.

Sí, qué nervios. Es el día del turismo y viene un montón de visitantes en los cruceros. A la mayoría debe pitarle los oídos y tendrá las orejas coloradas, no dejamos de hablar de ellos. Normal, son nuestro sustento principal, nuestro objeto de deseo, dignos de adoración y agradecimiento eterno. Creo que si a alguno de ellos le diera por montar una secta —da igual si es un turista no muy avispado— lo seguiríamos sin dudar, iluminados, felices. La nueva religión podría tener a algunos empresarios de párrocos y a un puñado de periodistas y políticos como monaguillos. La liturgia podría consistir en leer un párrafo de la nueva ley del suelo, interpretado libremente por los párrocos, claro; o algunos artículos del catecismo de la Organización Mundial del Turismo, que tampoco tiene desperdicio. Luego, rezarían todos juntos el padrenuestro, cambiando  padre y pan nuestro por turista, y «no nos dejes caer en la tentación (de pensar, exigir o protestar) y aléjanos del mal (de creernos tan dignos como ustedes)», y ya está. Amén. Lo de «perdona nuestras deudas», solo para los turistas alemanes. Y para finalizar, la comunión, con un trocito de papa sancochada para cada uno, pero solo después de confesar nuestros pecados cometidos ante el maná del turismo, si es el caso.

Bueno, a lo que iba. Que todos andamos hablando del turismo en estas fechas. Los motivos son los de siempre: qué hacer con ellos, cómo traer turismo de «calidad», cómo hacer que vengan todavía más, que dejen más dinero. Las meditaciones normales de cualquier pueblo inclinado hacia los asuntos existenciales. Y uno de esos temas de reflexión y discusión es la nueva ley del suelo versus la antigua ley del suelo. Que parece que es causa de gran alegría para algunos que quieren dejar en manos de los ayuntamientos la decisión final de si se llena una playa de callaos con arena, se dedica parte del espacio infinito de la ciudad para construir una prisión preciosa para animales marinos, se agujerea una montaña o se azuleja un barranco con apartamentitos mosaicos que imitan bonitas colmenas. Argumentan que los ayuntamientos ya están maduros para llevar a cabo esas tareas. Y puede que tengan razón, no sabemos si para bien o para mal.

Pero, me pregunto: ¿por qué los ayuntamientos están preparados para acometer la aprobación de proyectos que, además de afectar a sus vecinos, también afectan a todos los canarios y, en cambio, no lo están para desarrollar una asistencia social eficiente?, por ejemplo; o, ¿por qué no darles también el poder para que autoricen otros proyectos, también vitales, como los energéticos, educativos o sanitarios, a nivel local?

En Canarias vivimos unos dos millones de personas en un territorio más que finito, aislado, frágil. El archipiélago es un mundo en sí mismo y cada isla también, y, a pesar de eso, creo que nos necesitamos los unos a los otros, construir o mantener un territorio común, más allá del paísaje físico. Parece de sentido común contar con instituciones que velen por los intereses generales, encargadas de controlar aquellos asuntos que atañen a la supervivencia de todos. Si no, ¿por qué parar en los ayuntamientos?, ¿por qué no crear una normativa que delegara cierta capacidad legislativa y poder de decisión a los barrios, a las asociaciones de vecinos?

Puede que se dé el caso, por ejemplo, de que los ciudadanos de Escaleritas, en un alarde de originalidad y con la financiación de algún inversor sueco —por poner un país al azar— crean interesante y bueno para su futuro construir un teleférico que, sobrevolando Ciudad Jardín, ponga a los vecinos en un santiamén en la acera del magnífico malecón de la Avenida Marítima. Además de disfrutar de las vistas de las señoras y señores del barrio inglés tendiendo en sus azoteas —es un decir—, también podría ser de interés para el turista: a izquierda y derecha encontraríamos unas vistas únicas de toda la ciudad, hasta con un volcán al fondo, en La Isleta. ¿Un disparate de ejemplo? Pues sí, todo el mundo sabe que la gente del barrio inglés no tiende en las azoteas y que Escaleritas no tiene ningún interés para el turista, y, en todo caso, sus vecinos se conformarían con tener una guagua Escaleritas-Guanarteme, por ejemplo, algo sencillo.

En todas las manifestaciones que me he encontrado estos últimos meses —en los medios— de responsables de distintos ámbitos que tienen que ver, en particular, con la nueva ley, y en general, con el futuro de la «industria turística», parece flotar una atmósfera de buenismo empresarial y político que impresiona. No es mi intención dar entender que no lo son —buenos empresarios y políticos y buenas personas también— unos y otros; pero creo que pasar del actual panorama de corruptelas y tejemanejes que disfrutamos —la imagen «turística» de nuestra historia reciente— en todo el país —España, Canarias— a imaginar y reivindicar un paraíso legislativo ideal donde, gracias al buen hacer de algunas autoridades municipales y los imaginativos y productivos proyectos de algunos empresarios, disfrutaremos de un desarrollo de la industria turística que nos hará felices a todos, es un poco, como mínimo y en mi humilde parecer, arriesgado.

Si uno de los argumentos que se esgrime en contra de la Cotmac es válido: ese que dice que muchos de sus dictámenes acaban en los tribunales y por eso es un organismo inútil, que debería desaparecer; ¿también podría esgrimirse que, por la misma observación estadística, dado el gran número de empresarios y políticos que han acabado y acaban en los tribunales, deberían también desaparecer éstos? ¿Quién nos organizaría entonces la vida?, ¿quiénes construirían casitas, parques, discotecas y expositores de animales para los turistas?, ¿qué iba a ser de nosotros?, los que no sabemos de qué va el cuento y que no leemos, o mejor, no nos creemos, los augurios turísticos difundidos en algunos medios de estas islas.

Según dicen las buenas lenguas, esas que se preocupan porque el empresario turístico tiene mala prensa —aunque se anuncia en casi todas las cabeceras y hasta cuenta con secciones enteras en algunas—, Canarias ha perdido en estos años de moratoria una oportunidad de “crecer” tal como lo requería el mercado. Y, ¿quién es el mercado?, ¿por qué pide tanto crecimiento? Ah, se comenta que parece que es algo parecido a un triángulo con un ojo en medio y que está preocupado por nosotros, por los recortes en los hospitales de las islas, por la falta de medios en educación, por la subvención cultural selectiva, por las condiciones de trabajo de los encargados del bienestar de los turistas, por la repetición de políticos corruptos en las listas electorales, por la falta de información veraz y no intencionada, y porque la Unión Deportiva y el Tenerife se encuentren en primera, que eso da dinero también, dice el triángulo. Por lo visto, hasta estuvo presente en la manifestación del pasado viernes en Fuerteventura, donde 15.000 personas clamaban por una Sanidad digna. Y también parece que anda por el Hospital Negrín de vez en cuando, donde se preocupa por conseguir una ambulancia privada para devolver a los ancianos a casa y que no pasen toda la noche en una camilla. Ha conseguido que, si vives cerca, solo te cueste 50€. También debe de estar al día y muy preocupado por los 150€ en libros, más 60€ en material escolar, que hay que desembolsar para un niño de Primaria. Material, por cierto, no reciclable, caduco, fungible, no heredable.

Entonces, para eso debe ser el crecimiento, para hacernos más felices a todos. Y parece que todavía hay algunos que no se dan cuenta. Los ecologistas, los camareros que deberían estar agradecidos por su sueldecito, esos periodistas izquierdosos, los pesados expertos universitarios y de las ONG que se empeñan en hacer estudios sobre el precario estatus laboral de casi todos, sobre el déficit democrático, cultural, de estas islas; sobre la cantidad de millones de euros que van y vienen y no vemos nunca, sobre cómo tratamos a unos visitantes y a otros con piel más oscura; sobre tantas cosas que necesitan, no solo una legislación, sino que se cumpla la legislación existente. Todos esos no se enteran de nada. Ante la visión cristalina y futurista de cualquiera de nuestros empresarios y políticos sobre cómo debería aprovecharse el espacio terrestre y marítimo, el sol, el viento y las horas de luz, la belleza que nos pertenece a todos; algunas dudas, preguntas, sugerencias o exigencias parecen formar solo una figura retórica, despreciable. Un adorno social que se interpreta más como una mosca cojonera que hay que soportar en buena práctica de disimulo democrático. Porque da la impresión de que otras formas de entender la relación con los que nos visitan y con nosotros mismos no es posible. Siempre nos cuentan lo que va a ser, no nos preguntan, y tampoco nos preguntamos cómo queremos que sea.

Imagino que otra cosa será, seguramente, cuando Míster Mercado decida imponer la paz en el Mediterráneo y le dé por expandir la religión del turista por los países que ahora están en guerra. Probablemente, algunos de los iluminados actuales subirá al estrado a decir: «Se lo dije, teníamos que haber cambiado de modelo productivo. Ahora nos toca apretarnos el cinturón», y luego vendrá lo de «… este pueblo, que siempre ha sabido salir adelante, con dignidad y trabajo y bla, bla, bla…».

Me viene a la cabeza la imagen del niño que pregunta y pregunta: «pero, ¿cuándo nos vamos a casa?», y su padre o madre responde de forma automática y repetitiva mientras hace la compra: «ahora, cuando Míster Mercado lo diga», mientras lo lleva de la mano para que no se pierda.

En fin, un dislate de artículo, ¿verdad? Mis disculpas, son los nervios. Así que, por favor, que nadie crea que no soy agradecido y amable con empresarios, políticos, periodistas y turistas que nos han aportado tanto progreso. Digo: ¡Viva el turismo!, ¡Bienvenido, Míster Mercado!, ¡Gracias por tanta felicidad!

No sabía si me iba a atrever, pero he estado ensayando, con la duda de si disfrazarme de mago, de aborigen o de bailarina brasileña, con la intención de acercarme al muelle a recibir a los cruceristas cantando el tema de la película Bienvenido, Mister Marshall (1953), ¿recuerdan?, aquel que decía: «Americanos, vienen a España gordos y sanos. Viva el tronío y viva un pueblo con poderío…». Pero, finalmente, deseché la idea. No es que me dé vergüenza, si hay que hacerlo se hace, sino que caí en la cuenta de que no me dejan entrar al muelle de cruceros: soy canario, ciudadano europeo y todo eso, pero no debo tener cara de turista, no estoy gordo, aunque tampoco parezco un guirre. En fin, Míster Mercado sabrá por qué, sin duda. Una pena, con la ilusión que me hacía, y los nervios que he pasado.

Extracto de Bienvenido, Mister Marshall (1953), dirigida por Luis García Berlanga.

 

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