educación

Solo quiero bailar

«Sedentarios y campesinos, los humanos se contemplan con ojos nuevos. Nombran jefes y expertos, inventan la separación de tareas, el trabajo, la jerarquía. La civilización está en marcha. Ha terminado la edad de oro».

El hombre domesticado, de La historia más bella del hombre, Cómo la Tierra se hizo humana, 1998. André Langaney, Jean Clottes, Jean Guilaine y Dominique Simonet.

Por mucho que se hayan empeñado algunos durante milenios en hacernos creer que el trabajo dignifica, lo más seguro es que ninguno de nosotros haya podido evitar la sensación de que algo chirría en nuestro interior al escuchar tal afirmación. Probablemente también hayan experimentado ese sentimiento de cansancio y hastío, de hartazgo, acompañado de esa reflexión sobre el porqué de tanto trabajo y si realmente nos dignifica o lo es el hecho de poder tener cubiertas las necesidades más básicas en nuestras vidas en el tiempo que nos queda libre. Y supongo que también habrán luchado alguna vez contra la más natural tendencia a la pereza, contra las ganas de abandonarse, como si fuera domingo, en un día cualquiera de la semana, al placer de abrazar a la persona que duerme a su lado sin hacer caso al despertador, a desayunar con calma, sin más plan que volver a la lectura, jugar con el pequeño, bailar o contemplar como pasan las horas y todo sigue igual, sin datos de productividad ni rendimiento neto.

Pero en la cultura que nos hemos forjado, con los valores que nos hemos otorgado —en realidad, hemos nacido con ellos otorgados— y el sistema que  aceptamos sin contemplar otra alternativa, algo tan sencillo, inofensivo y saludable, no parece posible y ni siquiera está bien visto.  Son los mismos valores que hacen posible que no sintamos remordimiento alguno dejando que los niños pasen una media de 5 horas diarias en el colegio y que, además, se les busque actividades diversas que llenen su tiempo libre cuando salen de la escuela. El concepto de ocio pierde por goleada frente al de esfuerzo, trabajo y, últimamente, muy de moda: superación y competición —o competitividad—. Porque el no va más de nuestros valores parece que es  superarse constantemente, competir con uno mismo y con los demás, aunque no se tengan ganas, y ser el número uno, aunque te sientas cómodo en el puesto mil quinientos veinticinco. Ya saben, la famosa zona de confort de la que tenemos que salir todos —para que quizás entren otros—.

Además de todas las estructuras culturales, sociales, burocráticas, tecnológicas, de las que nos hemos dotado para obligarnos a perpetuar y transmitir ese valor universal del trabajo, se suma  últimamente el postureo mediático de un ejército de coachers, facebookpredicadores y twitterconsejeros que parece surgido de la nada para ilustrarnos y orientarnos —de forma altruista, por nuestro bienestar— bajo unas premisas básicas, tipo: si quieres puedes, abandona tu zona de confort, si tienes miedo al fracaso ya has fracasado y otras perlas similares. Mientras que otro gran número de desorientados asiste a charlas y tutoriales online para llegar a conseguir sus sueños de ser los primeros en lo que se propongan, o simplemente ser ellos mismos. Esos desorientados somos algunos de nosotros, colaboradores convencidos.

Hace ya unos meses nos llegó una notificación del colegio solicitando la autorización para que el pequeño de la casa participara en uno de esos concursos, en este caso, de dibujo, que se organizaron para celebrar el día de Canarias. Lo primero que nos vino a la cabeza fue: ¿por qué un concurso? Simplemente, ¿no se puede celebrar sin más? No queremos que dibuje para competir. Puede parecer una bobería, ¿verdad? Los niños son niños, no hay que darle tanta importancia a algo que puede ser un juego. Puede ser, pero pregúntense entonces: ¿por qué decir que sí?, ¿por qué exhibir el talento, o la falta de él, de los niños en un concurso donde compiten entre ellos?, ¿cuál es el fin?, ¿hay alguno educativo? Si es así, ¿qué es lo que aprenden con ello?

En una época en la que se discute hasta la última coma de un proyecto de educación que parece que nunca termina de cuajar, donde asociaciones de padres, instituciones religiosas, partidos políticos y hasta multinacionales se niegan o exigen que se impartan asignaturas concretas amparándose en la protección moral y ética de las creencias de los padres y, por tanto, del niño, ¿cómo es posible que tantos padres envíen a sus pequeños a competir por uno de esos premios fantásticos sin saber cuál es el verdadero fin o, por lo menos, el valor pedagógico de esos concursos?

Volviendo a la notificación de la escuela, descubrimos con unos cuantos clicks en internet quién estaba detrás de la organización del evento. El papelito lo enviaba la Consejería de Educación pero en nombre de una institución privada, según sus estatutos, sin ánimo de lucro, pero con capacidad para recibir subvenciones gubernamentales, municipales o de cualquier otra institución pública. Y detrás de la institución, una empresa privada, que donaba “generosamente” un premio consistente en una tablet —valioso objeto por el que vale la pena mandar a los niños, que no tienen mejor cosa que hacer, a competir por él— y otro generoso premio para la escuela —pública—, tan necesitada de, pongamos como ejemplo, días de alquiler de coche.

Parece que otro ejército  de especialistas en marketing, educado en el descubrimeinto del storytelling, ha inventado una fórmula original y efectiva para que también los más pequeños se acostumbren a lo que les espera en su vida de adultos: hacerles trabajar para empresas o instituciones compitiendo en unos estimulantes concursos cuyos objetivos son de lo más variado, pero que suelen concluir en publicidad gratis para los organizadores y patrocinadores de dichos eventos —es decir, las empresas—. Así es el mundo de la alta competición.

Nadie dará explicaciones sobre los supuestos beneficios en la educación y formación —escolar— de los pequeños de tales competiciones —y nadie las exigirá—, pero la prensa —no toda— las difundirá y los colegios —también los públicos— ejercerán de intermediarios para que los padres firmen las autorizaciones pertinentes.  Curioso, ¿verdad? Es la misma sociedad que declara que los niños deben estar protegidos, incluso, si es necesario, de sus propios padres. Pero igual que los dejamos delante de un canal infantil que los bombardea con publicidad —no solo autopromoción— entre Ben & Holly y La Patrulla Canina, también los dejamos en manos de unos generosos patrocinadores que les regalarán un codiciado artilugio electrónico, pero solo al flamante ganador de la competición.

¿Cuál es el beneficio de tales competiciones para los pequeños? Sinceramente, no le encuentro ninguno —al margen del premio a los ganadores—, pero lo que parece obvio es que adultos y niños caminamos por un sendero común en el que los mayores cada vez parecemos más infantiles y los niños —con campañas como esas— deben hacerse adultos lo antes posible. Puede que nos encontremos en un punto intermedio en el que nos reconozcamos, simplemente, como trabajadores-eslabones obedeciendo sin preguntar, colaborando sin reflexionar.

Solo quiero bailar
Teresx. Ilustración de David.

El cuento

«Pinten niños, hagan música o el ridículo bailando o cantando aunque no se les dé bien. ¿Que tienen 5 años?, pues ya es edad. Mira, te voy a explicar: tú pintas y compites con tus compañeros, yo elijo a uno y le doy un premio, a los demás que les den. ¿Que por qué? —jodida manía de preguntarlo todo de los enanos estos—, pues porque yo tengo una empresa muy generosa, pongamos, o quizás sea una institución, asociación o fundación sin ánimo de lucro, imagina tú un poco…»

Y entonces una suave brisa se levanta y ambos, niño y organizador de concursos, dejan de mirarse por un momento para observar las nubes en silencio. Uno, dos, tres y hasta diez segundos contemplándolas. «Qué rápido se mueven. Qué paz, ¿verdad?», dice el organizador. El niño lo mira y no dice nada. «Los negocios no están reñidos con la poesía», continúa, a modo de disculpa, el organizador. «Ni con las buenas intenciones», sentencia.

Pero en este pequeño cuento-inciso el niño, que aún no ha perdido la capacidad de colocar un por qué cuando le da la gana, se pregunta: «pero, un momento: ¿para quién pinto?, ¿por qué pinto lo que tú me dices?, ¿por qué compito?, ¿por qué quieres darme un premio a mí y a los otros no?, ¿no crees que es más divertido contemplar las nubes, jugar con los legos o pintar lo que queramos sin que nadie lo juzgue?, ¿no se trataba de celebrar?»

No se extrañen, los niños son a veces así y dicen y preguntan cosas raras —los adultos debemos guardar las formas—. Y este es el mismo niño que un día se puso a bailar en el salón escuchando Happy y su madre le preguntó: «¿Quieres que te apunte a clases de baile?», y él, sin dejar su break-dance particular, contestó: «No, solo quiero bailar».

«Mientras tanto olvidaron otra cosa, claro está: la capacidad de alegrarse, de entusiasmarse y de soñar. Con el tiempo, los niños tuvieron la misma cara que los ahorradores de tiempo. Desencantados, aburridos y hostiles, hacían lo que se les exigía. Y si alguna vez los dejaban que se entretuvieran solos, ya no se les ocurría nada».

Momo, 1973. Michael Ende

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