La isla de acero

La isla de acero

Lanzarote y el Ironman

Yo nací cuando tú, ese que ahora desafía mis dominios, aún ni siquiera sabías si serías humano. Yo fui isla miles de años antes de que el primero de los tuyos supiera de mí. Yo, Titerogakaet, la isla quemada, soy única. Soy Lanzarote. Y soy orgullosa. Porque aún mis entrañas están vivas y conectan con quien me hizo. Llevo millones de años dominando mis vientos, mis mares y mis rocas, así que te advierto, a ti, a ese que por estas fechas decide martillear mis caminos, al que enloquece cuando mando mis vientos frenar tu carrera, yo te aviso, antes de que el dolor por lo que te espera sea aún mayor que el que ya has pasado, que solo tienes una oportunidad para vencer. Y no es desafiarme. Tu única opción es aceptarme. Pagar tributo a mi portentosa fuerza, a mi belleza. Entrega todo lo que puedas, sé humilde, acepta que solo eres un segundo en mi eterna vida. Aunque vaya a ser el segundo más largo de tu vida.

Me gusta, lo reconozco, ese ejercicio de humildad que supone empezar antes de que el sol queme mi tierra. Apenas hay luz y ya siento como miles de brazos mueven mis aguas. Apenas son cosquillas, allá en la que llaman Playa Grande. He visto pasar por estas costas las más hermosas criaturas del mar, barcas diminutas y enormes navíos, piratas, cosarios, amigos y enemigos, pero nunca pensé que vería este mar de gaviotas submarinas, negras, con sus cabezas de colores, nadar y nadar, girar, y volver a nadar. A veces juego con el mar, levanto olas que llenan tu boca de agua cuando necesitas aire. Cuando el día nace todos somos niños. Juego con tus pies, los agarro, no quiero que avances. Oscurezco el cielo y te hago creer que flotas en un universo sin principio, ni final. Te alejo la meta.

Quien decidiera que este reto debía empezar nadando quiso que volvieras a tu primer recuerdo. Ese que pueda que no tengas. Cuando también flotabas en la calidez placentera del interior de tu madre. Moviendo tus diminutos brazos con la misma fragilidad que ahora pareces agitarlos en mi mar. Eres aún un no nacido. Tienes que aprender a respirar si quieres llegar a lo más alto. Y sabes, cuando ya tus piernas rozan la arena, cuando vuelves a sentir tierra, que te queda mucho dolor antes de nacer como un ser de hierro.

Imagino que ahí empiezan tus dudas. Apenas me has conocido y ya me temes. Se hace largo.

Ahora gateas. En ese artilugio que lo único que hace es que gatees más rápido que cuando eras niño. Subido en tu bicicleta vamos a empezar a conocernos. Me gusta ese ruido metálico que haces al pasar. Es suave. Es silencioso. Y noto como te hace poderoso. Al menos durante los primeros kilómetros. Pasas Yaiza y te acercas a la parte más joven de mi piel. Fue hoy mismo para mí, 250 años para ti, que casi un cuarto de lo que yo era cambió. Me hice de nuevo. Renací. Cambié. Como quieres hacer tú en estas horas de sufrimiento. Y de ese segundo nacimiento surgió todo lo que ahora estás viendo. Nacieron acantilados, un anfiteatro natural, esta laguna verde que no podrás disfrutar. Nacieron 300 volcanes que me protegen. Apareció este paisaje que no es de aquí. Piedras volcánicas, todos los colores rojos que puedas imaginar. Aquí es dónde guardo calor y humedad. Es lo que te doy mientras subes la montaña de fuego.

Lo sé. Aquí todo arde, quema tu piel. Es el fuego que purifica.

Sigues pedaleando. Tú, y los miles que van contigo, refrescan mi piel con sus diminutas gotas de sudor. Son tantas que hacen un río camino de Teguise, de Tinajo, de Famara. Llegas al lugar desde donde lo veo todo. Toca subir. Apretar los riñones. Maldecir. Toca dudar. Otra vez. Esa duda que no se aleja mientras empino mis cuestas. Ya no vuelas. Ahora ascender cada metro es un infinito. Ya sumas 100 kilómetros desde que saliste del mar. A estas alturas muchos ya han dicho adiós. Seré un mal recuerdo para ellos. Pero querrán volver. Igual, tú también deberías parar. Puedes hacerlo. Tomar aire. Disfrutar de mí. Igual, luego puedes seguir. O quizás no. Quizás te quedes prendado de mi belleza. Y olvides porqué estás aquí.

Pedalea, sigue. Que ahora el viento te golpeé mientras desciendes. Bajas para volver a subir. Aquí está el mirador de Río. Allá la Graciosa, el archipiélago Chinijo. Mira lo diminuto que eres que esas islas que no existen en casi ningún mapa te parecen enormes. No avanzas. Un muro te frena. Llevo miles de años haciendo que el viento forme estas montañas. No puedo pararlo para ti. Pero así disfrutarás mejor de las vistas. ¿Puedes ver? ¿O te has quedado ciego del dolor? Tomas esta curva, giras. Y verás el otro lado de mi naturaleza. Baja tan rápido como puedas para que Arrieta y sus gentes te vean pasar. Cruza por Tahíche, por Nazaret. Casas blancas como tu mente. La luz del sol rebota en sus paredes y golpean tu vista. Pedaleas sin saber si lo haces. Todo es blanco y negro. Calor y dolor. Y de repente, cuando sientes que de los pies sube un cosquilleo que conquista tus piernas, cuando crees que seguirá subiendo y ya deberás parar, entonces adivinas al fondo la meta, Puerto del Carmen.

Ahora puedes decir que me conoces. Que me has sudado de norte a sur, de este a oeste. Que tu dolor está sobre mí. Te advertí que para ser de hierro tienes un tributo que pagar. Y aún no lo has hecho.

Yo lo dejaría ya. Aunque como hicieron tus antepasados, y ahora repites tú, te toca erguirte. Corre. Ya no hay agua. Ya no hay bicicleta. Ya nada nos separa. Ahora estamos a solas. Tú y yo. Ahora sí siento tu verdadero peso, tu dolor, esa carga invisible, insoportable, que en cada metro crece. Muchos ya se han rendido. Pero ahora, aquí, en este circuito, maldiciendo el día en que uno como tú, hace 2.500 años, decidió correr estos 42 kilómetros, te toca decidir. Ser de hierro o ser humano. Ya no son tus piernas las que te mueven. Llegados aquí, lo que te mueve está en tu cabeza. Me lo han susurrado las miles de voces que han hecho esto antes que tú. Esas conversaciones a solas que solo yo escucho. Esos labios que se mueven pidiendo compasión. Todos dicen lo mismo.

Oigo el griterío de los que te animan. Lo escucho por ti. Tú solo oyes a tu cuerpo gritando que pares, el dolor que oculta todo los sonidos.

Un giro, dos y ya podrás acabar con todo. Apenas 500 metros y habrás vencido. No a mí. Yo soy invencible. Te has vencido a ti mismo.

Se acabó. Espero que haya valido la pena.

No me olvides aunque yo sí lo haré. Eres uno más. Y yo soy única para ti.

Soy Lanzarote, soy Titerogakaet.

El lugar donde aprendiste lo humano que eres.

Fotografía de portada de Silvia Domínguez

 

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