San Cristobal - El barrio de los "Chacalotes"

San Cristóbal, barrio de pescadores

Bañado en salitre y plantándole cara al Atlántico. Así se erige San Cristóbal, el último barrio marinero de Las Palmas de Gran Canaria, con sus sesenta casas que a cada poco se ven obligadas a darse un baño de color para cubrir la pintura descascarillada y las vergüenzas de unas canas de cal prematuras, que asoman por enclavarse tan a los pies del mar que las olas bañan, durante los temporales, sus privilegiadas fachadas de la primera línea de costa. Es el precio a pagar por la osadía de usurpar metros a Neptuno.

Océano y viviendas guardan historias y anécdotas centenarias de pescadores, hombres de piel robusta y corazón plegado a los vaivenes del oleaje, con el alma enredada a los trasmallos, redes y cañas, con los que cada día salían a faenar. De aquella pesca artesana y tradicional ya solo queda un breve muelle y una exigua flotilla de barcas, un conjunto de cuartos de apero y la nostalgia marinera de quienes un buen día recibieron la visita inesperada de un gigantesco cachalote, allá por 1965. El animal, de 25 toneladas de peso, permaneció días varado a las puertas del barrio, sobre la alfombra de callaos. Su aparición dio lugar al gentilicio de los habitantes de San Cristóbal, empeñados en cambiarle el nombre al mamífero por el de chacalote a medida que la historia, narrada de padres a hijos, cumplía años y el vocablo sufría el trastoque de sílabas.

Se hacen llamar chacalotes por el cachalote varado, pero el nombre del barrio viene de más atrás, de la época del conquistador Cristóbal García del Castillo. De corsarios y piratas del siglo XVI.

Los chacalotes de San Cristóbal presumen de tener su propio castillo, aunque en honor a la verdad, lo que queda en pie es la torre de vigilancia San Pedro Mártir, eso sí, declarada Monumento Histórico Artístico, que emana robusta del agua, construida para repeler a los corsarios durante la España de Felipe II “El Prudente”, en 1577. Ese año Isabel I de Inglaterra encarga a Francis Drake hacerse con los territorios españoles de Las Indias, expedición que lo conduce al Atlántico donde ataca varios barcos próximos a Canarias y el castillo de San Cristóbal. La reina lo premió con el título de caballero. Para España no dejó de ser un simple y odiado pirata.

En el horizonte cercano de San Cristóbal ya no hay piratas pero sí barcos fondeados y gigantescas plataformas petrolíferas que, al igual que los ataques ingleses, han traído el insomnio al barrio. El persistente zumbido nocturno de las grandes moles han conseguido quitarle el sueño a sus residentes aunque, por fortuna, sus insistentes quejas ante las autoridades competentes han conseguido alejarlas, de momento.

Y así, de vez en cuando, el barrio añade capítulos a su historia, el de las plataformas petrolíferas es otro más pero no el último, catalogado entre las secciones no deseables.

Durante el invierno, San Cristóbal entra en fase de hibernación, son meses de calma, de días breves y tardes cargadas de una humedad que duele en los huesos. Las ventanas cierran sus persianas y apenas asoman vecinos al paseo, salvo cuando algún rayo de sol se equivoca, entonces, como cangrejos, los chacalotes se alongan al muro del paseo marítimo.

En primavera, los vientos y las mareas traen temporales de tal virulencia que levantan los callaos de la orilla y son despedidos sobre los adoquines de la avenida. El espectáculo da trabajo a los operarios de limpieza que se enfrascan en una lucha perdida contra el batiente Atlántico que vuelve a salirse con la suya a cada temporal. Y así llega el verano con sus alisios que nublan el día y pueblan la pequeña playa de arena, el tesoro del barrio que es playa urbana con aires de pueblo costero.

Pero el otoño, es con diferencia, la época dorada de San Cristóbal. Porque es en otoño cuando llega el verano al barrio, sin el bullicio y los sofocos de agosto, con el mar calmado y la playa rendida a sus vecinos. Es en otoño cuando se disfruta del margullo, en una persecución frustrada tras los vigorosos pececillos a tan solo dos metros de la orilla. Es en otoño cuando las azoteas de las casas se prestan a encuentros familiares en unas fiestas de puertas abiertas o de “gancho puesto” que dejan escapar los aromas a pescado frito y otros suculentos platos tradicionales que se digieren después a la orilla del mar donde las almas se adormecen con el vaivén de las olas.

Este singular refugio pesquero que dormita en plena capital de la isla de Gran Canaria sigue escribiendo su historia con el paso de los otoños, las primaveras, los veranos y los inviernos. A pesar de las plataformas petrolíferas y de piratas del siglo XXI. Las calles Proa, Popa, Estribor, Babor, la placita de la iglesia del barrio y lo que queda del castillo, acogerán con agrado a todo el que necesite parar el tiempo por un momento. Respirar, cargar las pilas existenciales y enfrentarse de nuevo a la urbe que aguarda a menos de cinco minutos en coche de esta perla marina.

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